bierta la veda de las barras, los adeptos a la hostelería en general y a los bares de copas en particular traspasamos la última frontera para adentrarnos en la normalidad vital. En especial los que por nuestras hechuras aptas para hacernos ver asumimos a menudo el encargo de pedir los brebajes y comestibles previamente enumerados, con el aplomo de quien está habituado a ese bendito ejercicio memorístico y a recabar la atención del camarero frente a toda clase de clientelas. Por lo demás, una ocasión para repartir dicha entre los próximos -en forma mayormente de alcoholes y fritanga-, así como para socializar con los ajenos a izquierda y a derecha, adelante y atrás. Al menos en lo que respecta a los seres analógicos de cierta edad sin distinción de sexos, la barra constituye también y al mismo tiempo un parapeto para los refractarios al baile y una atalaya perfecta desde la que cruzar miradas seductoras si se está por la labor. En este segundo caso, como espacio acotado con el pretexto de compartir un gin tonic para entablar la charla ingeniosa que precede al contacto carnal de alinearse todos los astros. Y luego está la apoteosis de la barra libre, esa exaltación al unísono de la familia y la amistad que nunca hay que perdonar, sea en bodas, bautizos o comuniones. Bares sin restricciones, qué felicidad.