l margen de los indicios de delitos y los chismorreos de tono cutre y fanfarrón que acompañan a los escándalos que lleva años protagonizando Juan Carlos de Borbón -no sólo, también otros destacados miembros de la familia real-, quizá lo más evidente a estas alturas, desde el punto de vista democrático, sea la necesidad de abordar la revisión -o supresión-, del concepto jurídico de inviolabilidad que le ha servido de parapeto durante casi cuatro décadas. Es evidente que el Jefe del Estado no es igual que el resto de los ciudadanos ante la ley, porque mantiene una necesaria cobertura legal en el ejercicio de sus actos como máximo representante del Estado. Tiene lógica. Mucha más incluso que los privilegios de aforamiento y otros tratos de favor que gozan miles de políticos, jueces, altos funcionarios y elites financieras y empresariales en España. Lo primero es habitual también en democracias avanzadas. Lo segundo, es otra excepción más que sitúa al Estado español muy lejos de los niveles de responsabilidad política y ética mínimos de esas democracias avanzadas. Pero lo que no es aceptable es que la cobertura legal de Juan Carlos de Borbón como Jefe del Estado le sirva también para despojarle de toda responsabilidad cuando sus actos apuntan a delitos personales que nada tienen que ver con sus funciones representativas e institucionales. Es decir, la protección de la inviolabilidad no puede tener validez jurídica para actos como evasión de capitales, fraude fiscal, ocultación de bienes en paraísos fiscales, tarjetas opacas y el resto de cuestiones por las que justicia investiga a Juan Carlos de Borbón en España y en otros países. En estos años, varios ex jefes de Estado o de Gobierno -el último Sarkozy en Francia-, además de ministros y altos dirigentes políticos de diversas instituciones de democracias avanzadas han sido investigados y juzgados por hechos vinculados al enriquecimiento ilícito o a la corrupción al margen de la protección jurídica legal de la que disfrutaban por sus cargos. La inviolabilidad del Jefe del Estado debe tener límites y no ser una tapadera para el delito y un argumento con el que justificar décadas de silencios cómplices de políticos, medios y otras estructuras de un estado democrático. Todo ello sin olvidar el lastre inmenso y eterno que supone para la actual Casa Real que la llegada de Juan Carlos de Borbón a ese alto cargo fuera por la gracia del dedo de un genocida como Franco y tras jurar los Principios de un Movimiento político-militar que dejó como saldo una guerra civil, cientos de miles de muertos, decenas de miles de asesinados y desaparecidos y 40 años de dictadura y ausencia de libertades.