ues nada, que si al final me quito de encima la maldita dependencia del tabaco será por imperativo legal. Navarra ha puesto en marcha las medidas más restrictivas contra el vicio de fumar en público del Estado como un argumento más para evitar contagios y frenar la expansión del coronavirus. A partir de hoy no se podrá fumar en las terrazas de hostelería -muchos establecimientos ya habían adoptado por propia iniciativa esta medida-, y tampoco andando por la calle. Los fumadores deberemos estar parados en la vía pública y guardando los dos metros de distancia que exigen las medidas habituales de protección de la covid-19. Ahí, en plena calle mostrados como una rara especie camino de la extinción. Esa será la foto. Me parece bien, que conste. Soy de esos a los que citaba ayer Jorge Nagore en su columna de DIARIO DE NOTICIAS que de vez en cuando se animan a intentar librar una vez más esa dura batalla -como la describe- contra el tabaquismo. De hecho, ya he escrito en este mismo espacio antes por estas fechas de ello como uno de esos compromisos animosos con los que se encara la entrada de cada nuevo año. Pero hasta ahora al menos, la batalla se ha saldado con una vergonzante derrota de mi falta de voluntad frente al poder de la nicotina, el amoniaco y demás porquerías que acompañan al tabaco. De hecho, mientras junto estas letras me veo fumando ya el próximo cigarro dentro de unos minutos. Ridículo por lo que de debilidad ante el hábito del tabaco implica. Se han cumplido estos días 10 años de la Ley contra el Tabaquismo y sus resultados, según han señalado los expertos sanitarios, están aún muy lejos de los objetivos iniciales. En mi caso, hace mucho tiempo que sé que la acción de fumar un cigarro tras otro de forma compulsiva no es un ejercicio de libertad ni un derecho individual, sino una dependencia. De hecho, sigo librando una batalla personal diaria entre la evidencia del perjuicio a la salud y la evidencia de la adicción al tabaco y siempre gana la ansia de la dependencia. Con un alto coste económico, sanitario y medioambiental además. Por eso, fracasado también en los intentos de dejar de fumar con la ayuda de los programas sanitarios con fármacos -admiro de verdad a quienes han conseguido salir de este pozo de humo porque sé lo muy difícil que es lograrlo-, me aferro a esta nueva oportunidad pese a que se sostenga en la vía de la prohibición y la amenaza de multas. Aquello de no hay mal que por bien no venga. Solo veo un par de sombras. Que estas medidas no se limiten en el tiempo a la situación de la pandemia y que los límites al tabaco se acaben convirtiendo en normalidad y que eso mismo pueda ocurrir con otro tipo de restricciones impuestas ahora, en teoría de forma excepcional, que afectan a nuestros derechos y libertades. Las prohibiciones se saben cuando comienzan y no siempre cuando terminan. El peligro de que lleguen para quedarse una vez terminada la situación de excepcionalidad con las que se justifican. Y también el riesgo de que sean otro factor que envalentone aún más a los cada vez más talibanes antitabaco aficionados al señalamiento del fumador. Al igual que ocurre con los policías de balcón en estos meses de pandemia. Ya les cuento.