l discurso machista más grosero se ha instalado con normalidad en las instituciones democráticas como argumento de ataque político desde las derechas. El lunes un diputado del PP por Cantabria (creo), un tal Diego Movellán, atacó a la vicepresidenta del Gobierno y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, insinuando que su ascenso político en Podemos y en el Ejecutivo de Sánchez depende solo de "su capacidad de agarrarse a una coleta", en alusión a la estética de Pablo Iglesias. Luego se apresuró a retirar su palabras. Hace apenas 15 días el parlamentario foral de Navarra Suma Pedro González utilizó un argumentario similar contra la también ministra de Podemos Irene Montero. "Es ministra por ser la chica del macho alfa", dijo. Días después, supongo que presionado por su partido más que por estar avergonzado de sí mismo, pidió al Parlamento de Navarra que borrara sus palabras de las actas. González fue en su momento director general de Universidades del Gobierno de Navarra con UPN. Es fácil pensar cómo pudo ser la gestión en ese alto cargo de Educación de un tipo que piensa así de la capacidad de las mujeres para aportar ideas y trabajo en política. Es la misma forma de pensar de las mujeres si ascendieran profesionalmente en cualquier otro ámbito. No vale engañarse. El tal Movellán y el tal González no tendrán hueco en la historia más residual de la política, pero se llevan en la mochila estos penosos minutos sin gloria alguna perpetrando burdas soeces machistas en sus acomodados escaños desde los que no han hecho ninguna otra aportación de mínima relevancia digna de ser recordada por sus conciudadanos. Como bagaje es muy triste. Sus rectificaciones a toro pasado son como lágrimas de cocodrilo. Llegan después de haber arrojado la piedra al charco y salpicado de porquería la imagen y el trabajo de dos mujeres ministras en el Gobierno por el simple hecho de ser mujeres. Y, sobre todo, porque sus capacidades políticas -e intelectuales, claro- están muy lejos por detrás de las de ambas mujeres. Ese es el fondo importante entre refugiarse en expresiones reaccionarias, de las que solo emana mediocridad y acomplejamiento machista, y unas formas inaceptables. El machismo como falta de respeto político para optar a la relevancia mediática llegó de la mano de la ultraderecha de Vox, pero ha sido asumido por las derechas como una escenificación normalizada y habitual. Es otro ejemplo del deterioro ético y estético por el que deambula una parte de la representación política. Es de vergüenza ajena. También impresentable. Aunque desgraciadamente parece que ha venido para quedarse. Arrojar un estropicio faltón desde el púlpito parlamentario y darse luego el piro con la boquita pequeña es el reflejo final de una forma de entender la política que tiene también mucho de cobardía.