uve a mi abuela paterna cerca durante una década. Era una mujer robusta, cubierta por un luto eterno desde que murió su marido. Se recogía el pelo, ya encanecido, en un moño y descansaba su cuerpo en un sillón de mimbre, una especie de trono matriarcal, abrigada con una toquilla. Sus manos eran huesudas y las venas trazaban ríos azules en el dorso. Gastaba un carácter autoritario -sus hijos e hijas se referían siempre a ella como la madre- que ejercía un efecto llamada el día de su cumpleaños, en el que la extensa familia acudía en tropel a acompañarle sin que faltara nadie. No la veo sonreír en las fotos y me pregunto si llegada una edad y con el corazón cansado se limitaba a cumplir con su papel. Murió tranquila, en su cama. Recuerdo estos detalles, sus pasos lentos por el pasillo, pero no recuerdo su voz. La figura de la abuela tenía para mí algo de venerable, una jerarquía de vida que en la sociedad actual va desapareciendo. Hoy, los abuelos y las abuelas no lucen galones y siguen alistados en el sostenimiento de la familia, atendiendo a sus hijos y a los hijos de sus hijos. El Día Mundial del Abuelo, que se celebra hoy, quiere poner en valor su papel aglutinador y en esta época recordar que han sido masacrados por la pandemia y muchos han muerto en soledad, sin nadie que les sostuviera la mano en el tránsito. El lema escogido para este año es Diles que les quieres. Pues eso.