s una de la tareas más difíciles pero de las más necesarias en muchos momentos de la vida, sobre todo ante situaciones trágicas; ponernos en la piel del otro u otra y tratar de entender lo que esa persona está sintiendo. Es difícil, pero posible. Cuesta, pero merece la pena. Porque solo desde ese mirada nueva a veces se ve la verdadera magnitud del sufrimiento ajeno. Hoy pienso en las mujeres de Afganistán. En toda la población civil afgana en general, pero en ellas en particular, en las niñas y mujeres que de un día para otro vuelven a vivir con miedo, con ese miedo paralizante como defensa ante la realidad que les amenaza en las calles y en sus vidas. Ellas van a ser dobles víctimas del conflicto por ser mujeres. Esa doble victimización tan injusta y contra la que siempre hay que alzar la voz. Pensábamos que para toda una generación nacida en este siglo el régimen talibán era parte del pasado, que los burkas no volverían a imponerse y que la libertad que se había abierto paso en Afganistán, dejando que las mujeres estudiaran, trabajaran y accedieran a la política, entre otras cosas, era real y no un espejismo. No sé muy bien a dónde estábamos mirando para no ser capaces de prever lo que estaba por llegar. Es verdad que ante la tragedia que sufre la población afgana poco valen las palabras dichas a miles de kilómetros, pero la denuncia siempre es necesaria y la palabra sigue siendo un arma cargada de futuro y es ese futuro lo que está en juego sobre todo para ellas. Mujeres y niñas que volverán a crecer sin derechos, sin dignidad, sometidas y sin voz si la comunidad internacional no reacciona a tiempo para evitarlo.