n su reciente carta al director -La cultura del odio-, su autor, Jacinto Martínez Alegría, me emplaza a que escriba sobre este concepto que quien fuera concejal en el Ayuntamiento de Pamplona a finales de los setenta dice no comprender a sus 88 años por sumar dos ideas que entiende antagónicas. En realidad, Jacinto no quiere tanto saber mi opinión como tener la certeza de que leemos sus cartas, hacerse presente en el papel. Es comprensible; desde el nacimiento del periódico ha sido un seguidor fiel que de vez en cuando pasaba a visitarnos, para cambiar impresiones y saber de primera mano cómo iban las cosas. Estos vínculos personales y afectivos con los lectores se han entablado también con otras personas (recuerdo a Alonso Escalada, por ejemplo) que alimentaban esa cercanía, ese vernos las caras más allá de la comunicación epistolar o la llamada telefónica. La pandemia y antes algún achaque hicieron más infrecuentes las visitas de Jacinto, por cierto un fiel aficionado del Xota de fútbol sala. Dicho esto, ¿qué puedo aportar yo al análisis de lo que es la cultura del odio? Solo alcanzó a escribir que para frenar la persecución a quienes son señalados por ser diferentes (el discurso del odio) hace falta gente con bonomía y capaz de tejer afectos. Como Jacinto.