a populosa generación de finales de los 60 y principios de los 70 nos bebimos la noche pamplonesa a trago largo. Con el matiz de que la gente cabal se acostumbró a potear sorteando los altercados de cada sábado, ese volar de piedras y pelotas de goma que constituyó una infame tradición. Aquel disparate terminó, porque así lo decidieron quienes manejaban a la borrokada, y recuperamos las noches de mambo consagradas a la amistad y el flirteo, ya sin carreras precipitadas ni irrupciones en portales a modo de cobijo. Asistimos hoy sin embargo a una penosa regresión donde a la Policía se le vuelve a reclamar para el fin de fiesta, con la diferencia de que los alborotadores de ahora no portan sudaderas con capucha, sino camisas de lino y polos de marca. Dígase lo que se diga, el sustrato sigue siendo político, solo que en este caso no precisamente abertzale radical sino de derecha extremosa, la que repudia las restricciones covid en general y de horarios y aforos en particular en defensa de su singular concepto de las libertades. Más allá de la sempiterna alusión a la educación como bálsamo para todos nuestros males, aquí hay que darles a los agitadores donde más les duele, que no es en los bolsillos de sus progenitores ante la insolvencia estudiantil. Que se les receten pues trabajos en beneficio de la comunidad para que aprendan, por ejemplo madrugando para limpiar los restos del naufragio etílico. La estupidez vuelve a estar de moda, se vista como se vista.