levan unas semanas ya los expertos y gurús de esto de la macroeconomía debatiendo a saco entre ellos sobre la posibilidad de que lleguen las sombras de una situación de estanflación. No tengo ni idea de quienes llevan razón en esa discusión. Pero sí intuyo que pinta muy buena no tiene ya solo la existencia del debate. Si el desempleo es uno de los indicadores claros de una economía ineficaz, la inflación es otro. Los datos del IPC muestran un crecimiento continuado durante los últimos meses de la tasa de inflación. En Navarra, el IPC interanual superó en septiembre el 4%, un mal dato si se suma al realidad del paro, a la bajada o estancamiento de los salarios de los últimos años, a la pérdida consecuente de poder adquisitivo de los trabajadores y trabajadoras -la mayor de los últimos 20 años-, o a la brecha salarial intergeneracional, que se ha duplicado en los últimos años entre los jóvenes y los trabajadores de más edad. La discusión se centra entre quienes mantienen la alerta de que esos factores puedan derivan en una situación de estanflación y quienes defienden que las perspectivas del crecimiento económico para los próximos meses, cerca del 6%, son suficiente para evitar esa deriva. Y entre medio, como siempre, la realidad de la economía doméstica. Los bolsillos de los ciudadanos y las economías familiares llevan meses padeciendo las consecuencias de un escenario en el que al rebufo del final de la crisis sanitaria se dispara el coste de la vida a la vez que ya se comienzan a reducir las estimaciones de crecimiento más optimistas. Más aún cuando el alza de los precios se sostiene por el encarecimiento de productos básicos de la cesta de la compra y de la energía, desde la luz, al gas o los combustibles. El alza del precio del petróleo o de los alimentos básicos dictada por los intereses de los fondos especuladores de los mercados y con previsiones de mayor crecimiento al amparo de la crisis de materias primas, de los problemas logísticos de abastecimiento de todo tipo de productos -que ya están produciendo parones en la actividad industrial y nuevas deslocalizaciones-, y el desorbitado aumento del precio de la luz y la pésima política energética y sus consecuencias en el engorde la factura eléctrica ciudadana cargan de nuevo el coste de la inestabilidad de los mercados en la economía de los ciudadanos, básicamente las rentas de trabajo y las clases medias, ya deterioradas por los recortes de derechos sociales y laborales. La estanflación como la deflación, que aúna recesión económica y precios negativos, es un signo de empobrecimiento colectivo, de pérdida de poder adquisitivo que afecta al consumo y, por tanto, a la actividad general. Una peligrosa espiral. La estanflación no es un eufemismo, es una término técnico en el ámbito de la economía al que todo el mundo mira, por si acaso, de reojo. El peor escenario, según los expertos, que advierten sobre ese riesgo. Quizá solo sea otro signo del desmoronamiento del sistema económico neoliberal de la especulación de los mercados y capitales y de que el castillo de naipes que lo ha sostenido la última década se está cayendo. Y de que comienza el juego de buitres -ya sean fondos o grandes corporaciones-, por apropiarse del nuevo gran negocio que pueden ser sus restos.