n apenas nueve días de enero he tenido noticia de dos suicidios; una de las víctimas era un hombre maduro y la otra, una persona joven, que no llegaba a los 20 años. Los contextos de ambas y los posibles detonantes de su dramática decisión son diferentes, pero la determinación de quitarse la vida, de poner punto final, les hará iguales en esas estadísticas silenciosas en las que los fallecidos solo tienen nombre y rostro para su gente más cercana. El resto, todo el grueso de esa larga relación de muertes, no existe porque lo silenciamos. Pienso en alto si digo que quizá habría que desvelar sus identidades para que todos nos percatemos de lo que está sucediendo a nuestro alrededor, quiénes son los difuntos y qué causas envolvían esa toma de decisión. Pero al mismo tiempo que lo escribo me doy cuenta de que esa información proyecta morbo y engorda los cotilleos de patio de vecinos. No me parece una decisión fácil la de determinar cómo contarlo a la opinión pública. Pero algo hay que hacer porque la pandemia está atacando de forma severa a la salud mental, en particular de los jóvenes. Mientras tanto, podemos ayudar estando atentos a las señales. Aunque a veces lo tenemos muy cerca y no nos enteramos hasta que es tarde.
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