o soy, ya lo he advertido antes, un experto en política internacional, así que difícilmente puedo escribir un análisis sobre lo que ocurre en Ucrania. Seguro que hay razones históricas, culturales, económicas, de política interna, de déficits democráticos, etcétera en su conflicto con Rusia. Y menos aún puedo llegar a tener certezas que me permitan emitir opiniones con un mínimo criterio. El volumen de desinformación que llena cada día las páginas y los espacios en los medios dedicadas a la crisis de Ucrania hace imposible diferenciar la verdad de la intoxicación. La desinformación sigue siendo un arma de guerra clave y cada vez que suenan tambores de guerra ocupa todo el espacio de la información veraz y fundada. Como las escenificaciones diarias de movimientos diplomáticos que nunca acaban de llegar a nada. O las sanciones que impone periódicamente Occidente que nadie sabe nunca en qué terminan. Es imposible llegar a saber en el día a día de hoy qué hay de verdad y qué de juego de falsedades en todo ello. Nadie juega limpio a las puertas de una posible guerra de consecuencias imprevisibles. Quizá eso, el temor a la impredecibilidad de las consecuencias sea la mayor esperanza de evitar la guerra. En realidad, las carencias democráticas y en el ámbito de los derechos humanos son un mal generalizado, y los pocos países que pueden presumir de lo contrario son sólo excepciones en la lastimosa generalidad contraria. Putin es un fantoche autoritario, pero no menos que el actual presidente de Ucrania o los primeros ministros de Hungría o Polonia o cualquiera de los sátrapas, jeques o dictadores bananeros que apoya ese mismo Occidente por el mundo. Y ese es un problema, que la credibilidad de la UE y EEUU en la defensa de los valores democráticos y los derechos humanos como argumentos justificativos de su intervencionismo internacional hace tiempo que quedó enterrada en el descrédito de sus propios hechos. O en las matanzas de civiles inocentes bajo esos mismos paraguas como excusa. A nadie se le escapa que el conflicto entre Rusia y Ucrania, latente desde 2008 y desde 2014, más allá de sus problemas sociales, políticos y económicos propios, está directamente vinculado al concierto de los intereses económicos y geoestratégicos internacionales. Principalmente, a la dependencia creciente de la UE del suministro de gas ruso, que cubre el 40% de sus necesidades, y a la pugna de otros países exportadores, como EEUU, por intentar hacerse con una parte de ese inmenso negocio ante la dependencia de Europa. Un 40% de suministro de gas que es imposible de sustituir desde otros suministros en poco tiempo si el conflicto actual deriva en una guerra. Otra esperanza para no llegar al desastre total. En realidad, lo mismo que ocurre en Oriente Medio, Latinoamérica, África central o en Nigeria, donde habitan la guerra, la muerte y la miseria y son también zonas de inmensa riqueza en recursos naturales, el oro del siglo XXI. Cuando las grandes potencias y las corporaciones internacionales huelen y captan el negocio, todo vale. Todo menos la vida de las personas. No es casualidad que el acceso y control a los recursos naturales sea hoy el común denominador en buena parte de las zonas del planeta en conflicto permanente.