s cierto que hay una tendencia sobrevalorar los debates electorales en televisión respecto a su capacidad de influencia en el resultado final de las urnas. Casi nunca tienen un nivel rupturista sobre los pronósticos más realistas y evidentes. Solo en el caso de que uno de los candidatos meta la pata profundamente pueden suponer el descarrilamiento de una opción. Le pasó a Le Pen hace cinco años y esta vez llegó al debate con Macron el miércoles pasado con la lección aprendida. Aún así, Macron volvió a ser superior. Más que nada porque quienes ya estaban convencidos lo seguirán estando y quienes tenían dudas entre votarle o no este próximo domingo seguramente encontraron argumentos para hacerlo. En ese sentido, fue ganador. Incluso una buena parte de los electores de izquierda que votaron por Mélenchon en la primera vuelta -un 66% según los sondeos tras el debate-, se mostraron más satisfechos con el discurso de Macron que con Le Pen. Otra cosa es que esas impresiones se conviertan en la decisión política de votarle. Le Pen ofreció su versión más pausada y edulcorada, pero no parece que pueda ser suficiente para imponerse a Macron. Más o menos, las cosas están tras el debate como estaban antes del mismo. Aunque quizá no convenga vender la piel del oso antes de cazarlo. Porque este perfil suavizado de Le Pen es más peligroso que el original. En todo caso, la realidad es que Francia vuelve a tener solo dos opciones ideológicas para elegir, como hace cinco años. Con la izquierda y el centro fuera de la segunda vuelta, Macron y Le Pen son las dos alternativas. Un ultraliberal salido del desastroso Gobierno socialista de Hollande disfrazado ahora de centrista social y una ultraderechista. Malas alternativas ambas para la Europa del Estado de Bienestar. Y no deja de ser paradójico que uno de los principales responsables del desastre político del Partido Socialista, fue ministro de Economía con Hollande e impulsó una dura reforma laboral -el otro fue el patético Manuel Valls en su cargo de ministro de Interior-, haya sido un triunfador en la política francesa a costa precisamente del hundimiento socialista al que él mismo contribuyó. La socialdemocracia francesa se suma a la deriva hacia la irrelevancia que ya padece en Grecia, Italia, Austria, Holanda o Gran Bretaña. Los poderes económicos ya no necesitan un pacto social en Europa y la socialdemocracia les resulta igualmente innecesaria, porque su giro político hacia posiciones económicas y sociales ultraliberales y hacia un discurso político de tintes reaccionarios y derechistas en la defensa de los derechos democráticos le ha condenado a la derrota total, tras el abandono de sus bases electorales en apenas una decena de años en casi toda Europa. Su progresiva derechización ideológica bajo el paraguas de eso que llaman social liberalismo, y que no es nada en realidad, fue el principio de su final. El Partido Socialista apenas sumó un 2% de los votos en la primera vuelta hace dos semanas en Francia. Elegir de nuevo entre un ultraliberal que busca culminar el desmantelamiento del Estado de Bienestar europeo y una ultraderechista que no cree en el proyecto europeo no puede ser nunca un escenario de futuro para Europa. Pero es lo que hay, mientras la izquierda real no diseñe un nuevo discurso acorde con el presente de este siglo XXI.