Cuando aconteció la crisis económica al reventar la burbuja inmobiliaria, todo se vino abajo y mucha gente perdió sus empleos y, por consiguiente, sus ingresos. La dureza y permanencia de la situación crítica conllevó a que aquellos que se habían endeudado, y se les frenó sus ingresos, no pudieron hacer frente al pago de sus hipotecas. Frente al comer para subsistir o el pagar las deudas al banco, optaron por la supervivencia. Y así muchas familias fueron (y siguen siendo) embargadas y sacadas a la fuerza de sus viviendas. La banca se resintió de sus desvanes inversores, de sus fondos subprime, de la burbuja especulativa ligada a los activos inmobiliarios (el mercado enloqueció generando grandes beneficios a los inversores elevando el precio de las viviendas a niveles impensables, lo que provocaba mayor endeudamiento de la gente), del fraude y de las malas estrategias de control y supervisión.

Había dos problemas sobre la mesa, uno de índole social con familias expulsadas de sus viviendas, y otro de índole económico que suponía la posible caída de los bancos que podía arrastrar al propio sistema económico y a los ahorros individuales. La solución por tanto estaba en tres planos: ayudar a la persona para que no perdiera su vivienda; ayudar a sostener la estabilidad del sector bancario; y provocar una regeneración económica basada en la sostenibilidad y no en la especulación sin alma. De las tres sólo se optó por la de inyectar dinero a la banca a fondo perdido y que así sanearan sus cuentas. Nada se ha sabido de responsabilidades, ceses y devolución de lo ingresado. Nada se ha hecho por crear otro modelo de banca al servicio de la ciudadanía y no de las grandes riquezas. Nada se hizo para proteger a las personas más vulnerables de ser embargadas, quedando abandonadas a su suerte.

La sociedad civil resistente y movilizada clamó indignada preguntando por qué no se les dio el dinero para que pagaran su hipoteca, dando valor al esfuerzo y al trabajo frente a lavar la cara de los especuladores. Lo que se pedía era algo lógico (cubrir sus hipotecas), mantener a la gente en sus casas con compromisos de pago al Estado en plazos razonables si se tenían ingresos y esas viviendas quedaban protegidas socialmente, las cuales no podrían ser vendidas para especular. Así, la gente recobraría el bienestar y la tensión social disminuiría. Además, el dinero que el Estado daba al propietario volvía a la banca para saldar la hipoteca, lo que provocaba una inyección importante de activos. Se solucionaban los dos problemas con el mismo dinero, pero no, sólo se favoreció a unos manteniendo a los otros sumergidos en su desesperación.

Corremos el riesgo de que la gestión de la pobreza que se está dando actualmente nos lleve a algo similar, incentivar más a la empresa por la contratación de personas que cobran la renta garantizada que a la propia persona. Una parte muy importante de las perceptoras de renta garantizada son mayores de 44 años, con baja o muy baja cualificación y en riesgo de exclusión social. Estas personas necesitan sentirse ciudadanas de primera, sentirse útiles, capaces de volver a ganarse la vida con su trabajo y esfuerzo y que éste les dignifique.

Cualquier plan de choque se tiene que plantear primero en cubrir la emergencia, esto es algo vital para que esta sociedad democrática sea digna de llamarse como tal. Hay que partir del hecho de que siempre habrá un porcentaje de usuarios y usuarias de los servicios sociales que, por su situación personal, no van a ser capaces de salir adelante si no es con una renta garantizada vitalicia. Otro porcentaje muy importante necesita que se les ayude a salir adelante con planes globales.

Segundo, la formación a estas personas no puede ser cursos cortos que los mantienen entretenidos pero que de nada les vale y acaba siendo muy frustrante. Necesitan una formación integral que aborde desde hábitos sociales, laborales, y les posibilite aprender con cierta garantía y seguridad el nuevo oficio u ocupación a la que pueden llegar a optar. Hay que tener en cuenta que su salida al mercado laboral es de competencia con aquellas que no tienen sus cargas y mucho más experimentadas. Por lo que necesitan tiempo, un tiempo además que esté cubierto con un contrato social que les complemente a su renta para que les ayude a solucionar parte de la problemática que tienen encima.

Y tercero, es necesaria una campaña intensa y constante de sensibilización con las empresas para incentivar la contratación de personas que vienen de situaciones complejas. La empresa necesita, entre otras muchas cosas, personas formadas que les solucionen problemas. A los ritmos y plazos de entrega que funcionan las empresas no les da tiempo a formar a nuevos trabajadores/as, por lo que el papel de las instituciones en este campo es fundamental. Si ofrecemos formación de calidad, extensa y con práctica previa en talleres y obra social, podremos convencer a la empresa que la persona que le derivamos es de total confianza y está motivada para el trabajo.

Hay que tener en cuenta que estas personas no tienen capacidad de ahorro, por lo que toda inversión que hagamos con ellas volverá a la sociedad a través del consumo necesario y diario que como todo ciudadano tienen que hacer. Y con ello se vuelve a beneficiar todo el estrato social: empresas con mano de obra cualificada, comercio con mayores ingresos, ciudadanía por mayor paz social, servicios públicos sanitarios y sociales por menores atenciones y gobierno por mayores ingresos por actividad y reducción de rentas garantizadas.