empieza a resultar estruendoso el silencio de la mayoría de los católicos, al menos el de los católicos españoles, que es el que escucho con más claridad, en relación con el escándalo de los abusos sexuales reiterados durante demasiados años y en demasiados países por parte de sacerdotes y su encubrimiento por demasiados miembros de la jerarquía eclesiástica. Comprendo que el silencio, en un primer momento, reconozco haberlo practicado yo también, era fruto del asombro y de la incredulidad. No, no era posible que aquello alcanzara tal dimensión, no podía ser verdad, la prensa exageraba, era una campaña de descrédito. En un segundo momento, el silencio ha podido ser consecuencia de la estupefacción y de la vergüenza, del aturdimiento al descubrir que las denuncias eran ciertas, que incluso el papa Francisco ha tenido que reconocerlas y pedir perdón. Pero no podemos seguir así. Algunos grupos de católicos de los que suelen verse obligados a actuar en la periferia de la Iglesia, algunas pocas instituciones no demasiado relevantes, lamentan y denuncian hechos tan abominables y, más allá de pedir perdón, piden medidas, piden reformas, exigen una renovación de la Iglesia que asegure que no puedan repetirse ni tolerarse. Pero a la mayoría de los católicos, incluida su jerarquía, no se le oye. Si la actitud de los obispos obedece a la prudencia o a recomendaciones superiores, bienvenida sea. A veces el silencio episcopal es de agradecer, viendo las averías que ocasionan algunas de sus declaraciones públicas. Pero los católicos de a pie, los curas, los religiosos y las religiosas, los medios de comunicación eclesiales? algo tenemos que decir, so pena de incurrir en un silencio cómplice, y no puede ser solo expresar desolación, vergüenza y escándalo.

Sabemos que la Iglesia, desde su nacimiento y por naturaleza, está formada por pecadores, hombres y mujeres débiles y falibles. Como escribió San Pablo, “Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el peor de ellos”. No debe sorprendernos que los que en teoría afirmamos seguir a Jesús de Nazaret, que pretendemos vivir el evangelio, tan a menudo lo traicionemos. Pero sí llama la atención cómo a lo largo de dos milenios la Iglesia católica, en cuanto institución, ha ido alejándose tanto de las enseñanzas de Jesús. Lo de que el que quiera ser grande, que se haga servidor, y el que quiera ser el primero, que sea el último, cedió hace siglos con una organización eclesial que, mucho más allá de las inevitables servidumbres y miserias de cualquier institución humana, ha pretendido constituirse en una instancia de poder, no solo de autoridad moral sino de poder político, incluso de poder absoluto y despótico, con una estructura jerárquica, con una casta aristocrática propia. En lugar de ser todos hermanos, ha habido demasiados padres. En contra de aquello de “ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos no sois más que uno en Cristo Jesús”, la Iglesia ha devenido racista, eurocéntrica, clasista y machista, relegando el papel de las mujeres. Olvidando el ideal de pobreza, “bienaventurados los pobres”, la Iglesia ha acumulado riquezas que con mucha frecuencia no ha destinado ni a cumplir su misión de propagar la fe ni a asistir a los necesitados, sino a satisfacer la ambición y la avaricia de sus jerarcas que han pretendido que sí se puede servir a Dios y al dinero. En lugar de rechazar lo de “hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y tratamos de impedírselo, porque no es de los nuestros” que el mismo Jesús reprobó, lo ha practicado ad nauseam estableciendo el monopolio sobre la palabra de Dios y sobre la verdad, la censura y la Inquisición. La Iglesia ha reproducido en su seno y fielmente los mismos vicios de los fariseos y doctores de la ley que denunció Jesús.

Digo todo esto porque los abusos sexuales por parte de sacerdotes, y su encubrimiento, no hubieran sido posibles, o no lo hubieran sido en la misma medida, si la Iglesia no hubiera adoptado la organización que ha ido adoptando con el transcurso de la historia. Una organización cerrada, que cultiva el secreto, hiperjerárquica, clerical, autoritaria, que valora la obediencia por encima de la libertad y de la conciencia, machista, patriarcal, que culpabiliza el sexo, que impone un celibato innecesario y nocivo, más preocupada por la supervivencia que por la misión, que persigue la crítica, a la defensiva del mundo, hipócrita, reacia a admitir los propios pecados. Si fueran unos pocos casos; si fueran en uno o unos pocos países; si pudiéramos decir que son unas pocas manzanas podridas? Pero no, la amplitud del escándalo nos obliga a pensar que la propia estructura de la Iglesia, si no ha generado, cuando menos ha contribuido a la extensión del mal.

Bienvenida la petición de perdón del papa Francisco, a la que debiéramos unirnos todos los católicos. Pero no basta. Tiene que ser seguida por una profunda reforma de la Iglesia. Necesitamos, como pretendió el papa Juan XXIII con el Vaticano II pero solo consiguió en muy modesta medida, que se abran puertas y ventanas y que circule el aire. Probablemente, necesitamos un vendaval, un huracán, acompañado de rayos y truenos, del clamor de toda la comunidad eclesial que sustituya al silencio actual. Bienvenidas también las reformas que quiere impulsar el papa, pero tímidas e insuficientes, la renovación de la Iglesia para volver al espíritu del evangelio no puede venir solo desde arriba, no vendrá desde la gerontocracia que rige sus destinos, no vendrá de una jerarquía cada vez más lejana y desconectada de los fieles. Como casi todos los movimientos de renovación y de vuelta a los orígenes tendrá que venir desde abajo, desde los más pequeños y humildes, desde esa multitud de católicos hoy silenciosos.