si Spinoza sentía, en ocasiones, la tentación de asimilarnos a una piedra con conciencia, Pascal lo hizo con la caña pensante. Ambas piedra y madera materiales muy dados a ser soportes de la representación y a la práctica fetichista en manos y mente de la humanidad, como así también lo está siendo en la práctica ritual atribuida a esa críptica Hermandad de Caballeros Voluntarios de la Cruz (del madero que le es propio y que para Firmicus Maternus “sostiene la máquina celestial y consolida los cimientos de la tierra”). La diferencia entre un monumento funerario y un memorial, ambas muestras de una arquitectura simbólica, tal y como es recogido por Remo Bodei, consiste en que el primero se diseña con el objetivo de ir progresivamente olvidando, mientras el segundo intenta hacer justamente lo contrario. Lo dice este filósofo, en La vida de las cosas, relatando la singladura del fenómeno de investidura afectiva respecto de los “objetos” y las “cosas” (que en su origen etimológico son -nos dirá- causas). “Sucede, por ejemplo, que los sufrimientos se atenúan gracias a los rituales y a la construcción de monumentos funerarios -como viene a ser el caso abordado- que si bien tienen la intención de recordar a los difuntos, en realidad, contribuyen a que sean olvidados”. Una especie de aparente modo de estar de los ausentes entre los presentes manifestado hilozoícamente en la forma adoptada por los materiales que lo vienen a configurar. Y una cuestión que gira en torno a la legitimación de contrapuestas creencias de diversa índole, cuya motivación no necesita justificarse o, por el contrario, de razonamientos que implicarían un necesario e imprescindible cambio en la significación del objeto en cuestión desde la reflexión: la cosa, la causa y el caso.

Por tanto, la primera clarificación que se deriva de lo antedicho, es que la archisabida condición del monumento en sí mismo nunca ha sido sólo y únicamente funeraria sino también, principalmente, memorial (espíritu mantenido por el periódico latir del evocador ritual realizado en su críptico núcleo); y por el hecho suficientemente constatado de que en él nada, o poca cosa, por voluntad de quienes lo han gestionado hasta el día de hoy, haya cambiado. Este es, pues, el primer desafío: aquél de encontrar el punto de confluencia para un cambio mayoritario de sentido en la determinación dada originariamente al monumento, una vez consensuados los impositivos principios por los que se haya de regir a futuro. Y aquí toma carta de naturaleza la publicitada propuesta del polémico concurso internacional que no termina, al parecer, de cuajar. La cosa (el monumento), la causa (una guerra, que en Navarra ni tan siquiera lo fuera -al menos como frente) y el caso (el momento actual del mismo en su debate) hacen que tal determinación competa, en primera y segunda instancias, a los gestores del conocimiento, en su más amplio abanico, y a los administradores de la autoridad; así como en última a la legítimamente informada voz y voluntad del pueblo. Cuestión que si no encuentra la adecuada correa de transmisión entre los eslabones primeros con el último, tal vez, directamente, pueda conducirnos al “accidente”.

Comprobamos así cómo un objeto, devenido de un acontecimiento, condiciona no solamente el momento presente sino futuro en su aparente propiedad neutral basada en la anodina cotidianidad, en el acostumbrarse a ver las cosas con la naturalidad de creerlas así conformadas en el horizonte vital de nuestro “desde siempre” experienciado. Factor denso, pesado, que compite con la volátil, utópica, voluntad de cambio. “Para el caso que nos hacen, mejor dejarlo como estaba”, es aserto popular que resume lo dicho. Por lo que, transliterando la condición de signo temporal que le confiere identidad a través del acontecimiento histórico dando lugar al objeto-monumental, se logre asumir, asimismo, la condición atópica de toda fantasía artística como paso previo a su modificación mediante el procedimiento resemantizador. En palabras, nuevamente, de Remo Bodei, la atopía: “como lugar inclasificable, irreductible al espacio de la res extensa, que no pertenece al dominio de la realidad absoluta ni a aquel -que es su opuesto especular- de la utopía de lo no-existente por definición”. El arte cuenta ya en sí mismo con esa curiosa propiedad de la momentánea temporaria suspensión invitándonos desde su contemplación a la imprescindible reflexión.

“Mucho mienten los poetas”, decía Aristóteles con algún fundamento. Y al parecer “mucho debe mentir”, en este sentido, quien filosóficamente intenta conciliar desde el análisis de la tradición literaria romántica una retórica interpretación poética aplicada a las últimas modas científicas en su derivación tecnológica, con el intento de modificación artificial de la bionómica en su cibernética natural. Caso del intento llevado a cabo por el filósofo Timothy Morton llevándole a renegar, en cierto modo, del mismísimo concepto tradicional de Naturaleza (cfr. El pensamiento ecológico, 2018). Pero, asimismo, también, alguna verdad dice cuando afirma, apoyado en la frase del filósofo Levinas, el que “la cosa existe en medio de sus desechos”. Y nuestro desecho más relevante es eso que conocemos con el inspirador nombre de cultura, tanto de la transmitida como creada, en la que el acontecimiento viene dar la razón al argumento esgrimido de que aquello que fuera ni aún en la voluntad de la deidad puede dejar de serlo.

Acontecimiento que si por Slavoj Zizek fuera, “en un primer enfoque [ consiste en ser] el efecto que parece exceder sus causas [ siendo] el espacio de un acontecimiento [....] el que se abre por el hueco que separa un efecto de sus causas. Ya con esta definición aproximada -habrá de añadir-, nos encontramos en el corazón mismo de la filosofía, puesto que la causalidad es uno de los problemas básicos que trata la filosofía”.

Ahora bien, en las cuestiones que tienen que ver con la causalidad me quedo, para el caso que nos trae, con el enfoque dado por Morton, resaltando si cabe, más que en lo dicho por el filósofo esloveno, el que la regla fundamental para entender todo conocimiento basado en la causa es que irremisiblemente nombra “mirando hacia atrás”. Y la intencionalidad por la que se creara un monumento como el de los Caídos es, y continúa siéndolo, la de una voluntad manifestada por un grupo individuos, erigidos en “muta” dentro de la informe masa (expresión elegida por Canetti para definir el impulso de destrucción que acompaña al belicoso ejercicio dirigido por un conjunto de “excitados” seres partícipes de la creencia en su propia superioridad), de que un hecho del pasado haya de ser indefectiblemente rememorado en su memética futura transmisión formando parte de algo así como del dawkinsiano fenotipo extendido de su especie.

El autor es escritor