el último debate de presupuestos de Pamplona -que terminó con su rechazo- y el cambio de la normativa sobre implantación de negocios turísticos han tenido como efecto positivo traer a colación un problema que, siendo objeto de preocupación recurrente para buena parte del vecindario del Casco Viejo, no estaba en el primer plano del debate. Un problema que, ciertamente, no es nuevo, que en algunas ciudades lleva años gestándose entre la preocupación ciudadana y que puede tener consecuencias devastadoras, económicas, socioculturales y ambientales. Por ello es enormemente simplificador, insultante casi, reducir el debate al “turismo sí o no” o al “todos somos turistas”. Se habla de turismofobia. Incluso se intenta sacar réditos políticos, identificándola con grupos políticos concretos y con ciudades como Barcelona y San Sebastián, cuando sus orígenes son mucho más antiguos y se localizan en ciudades como Ámsterdam o Venecia. La Organización Mundial del Turismo (UNWTO) utiliza el significativo término de overtourism para referirse al fenómeno que genera esas reacciones y lo achaca al desarrollo incontrolado y a la ausencia de una gestión adecuada.

Hablamos de un fenómeno de masas, íntimamente ligado al de la globalización: el turismo internacional ha pasado de 25 millones de llegadas en 1950 a 1.300 millones en 2017, según la UNWTO. Y frente a él, se intenta imponer la misma visión neoliberal y conservadora que frente a esta: si la globalización es inevitable e imparable y sólo cabe resignarse y adaptarse, lo mismo reza con el turismo masificado. Lo que conocemos como turismo es una actividad enormemente compleja de producción y consumo de bienes y servicios de todo tipo. Va mucho más allá de la mera contratación de viajes y alojamientos. Pero eso implica una diversidad de impactos, positivos y negativos, sin que usar el peso del sector en el PIB como arma arrojadiza contra los antisistema no sirva más que para evidenciar ignorancia -o manipulación- de lo que la contabilidad nacional mide y las magnitudes económicas significan.

Así, si de la actividad turística cabe esperar inversión y mejoras en el nivel de vida o en las infraestructuras, también da lugar a incrementos de precios o de las desigualdades sociales. Si bien crea empleo, éste tiende a ser estacional y de baja calidad. Si constituye un medio de intercambio cultural y un incentivo para la mejora de equipamientos de ocio y la conservación del patrimonio histórico, también puede llevar a la asunción de estereotipos importados, expolio cultural y reducción de la calidad de vida. Puede igualmente contribuir a la conservación del patrimonio natural, pero genera también congestión, ruido, polución y destrucción del medio ambiente. La presión sobre éste se une a la existente sobre servicios públicos y sociales. Así, la Agencia Ambiental Europea (EEA) estima que un turista consume de tres a cuatro veces más agua por día que un residente permanente; en Malta se calcula que el turista hotelero genera el doble de residuos sólidos; y el modo de transporte más intensivo en emisiones de CO2 es el crucero. Por tanto, poner exclusivamente en la balanza el gasto turístico sin considerar sus contrapartidas no sólo es miope, sino que deja traslucir una mentalidad casi de colonia. Todo ello sin contar con el gasto medio diario por turista, que parece estar reduciéndose.

Estos problemas se presentan con particular crudeza en el ámbito urbano, destino creciente del turismo -sea de ocio o de negocios-, porque su concentración en áreas relativamente reducidas hace que las afecciones sociales sean inmediatas, claramente perceptibles e incluso cuantificables. La turistificación o gentrificación turística es una forma particularmente insidiosa de gentrificación porque conlleva efectos como la desaparición del comercio de proximidad, su encarecimiento, privatización del espacio público, contaminación acústica y escasez de espacio para usos habituales. Todo ello, unido al incremento de precios de la vivienda y de los alquileres, genera desplazamientos -expulsión- de población. En espacios singulares y de pequeña dimensión, como suelen ser los cascos antiguos, se llega a la pérdida completa de su carácter de ciudad, de espacio de interrelación de sus habitantes, que son quienes lo mantienen vivo, para primarse las actividades dirigidas al consumo turístico. En ocasiones, el desplazamiento residencial ocasionado por la turistificación no es más que una fase avanzada o consecuencia natural de cambios previos en la naturaleza y usos de un espacio urbano. Es el caso de la hiperactividad hostelera (¿gentrificación hostelera?) que se viene produciendo desde hace años en el Casco Viejo de Pamplona y que convierte en inhabitables calles enteras. Para colmo de males, el uso -abuso- extensivo del espacio público del barrio para todo tipo de eventos de alcance sociodemográfico mucho más amplio no hace sino agudizar los problemas. La intención es seguramente loable, pero lleva de hecho a una nueva expropiación de dicho espacio a sus residentes y al deterioro de las condiciones de vida.

Es posible gestionar estos procesos -aunque el éxito no está asegurado- pero es necesario empezar antes de que se manifiesten con toda su crudeza, porque entonces ya son difícilmente reversibles. Precisamente la planificación está para prevenir y evitar problemas. Por ello es irresponsable abogar por no hacer nada con la excusa de que el problema no existe. De no tomarse medidas de gestión, tarde o temprano terminará por llegarse a una situación irresoluble, que implicaría la disneyficación del Casco Viejo y, por tanto, su pérdida para la ciudad.

A grandes rasgos, se imponen actuaciones en los cuatro frentes aludidos. En primer lugar, moratoria estricta e indefinida en la concesión de licencias de hostelería, así como búsqueda de mecanismos para internalizar los abundantes efectos negativos que genera la actividad, particularmente en algunas calles. En segundo lugar, restringir al máximo -o incluso eliminar- la oferta de pisos turísticos en el Casco Viejo. En tercer lugar, limitar la oferta hotelera y regularla en el resto de la ciudad para que pueda ser adecuadamente absorbida. Por poner un ejemplo, un hostel de la dimensión del previsto en los locales de Unzu puede ser catastrófico para el Casco Viejo (incluyendo su impacto en los pequeños albergues familiares existentes) pero no tener afecciones significativas en otros barrios. Por último, trasladar eventos a otras zonas de la ciudad con mayor capacidad de absorción. No se trata, pues, de impedir esas actividades, sino de desplazarlas (coincidiendo, por cierto, con las recomendaciones de la UNWTO) a áreas de la ciudad menos vulnerables y donde pueden diluirse en el tejido socioeconómico urbano con mucha mayor facilidad.

Departamento de Economía de la UPNA