cuando nos acercamos a una galería de arte, a un museo o a un centro de arte contemporáneo, estamos en el convencimiento de que aquello que contemplemos habrán de resultar ser obras de arte. O al menos eso es lo que asegura la semántica del lugar, aunque no sea menos cierto poderlas encontrar en una iglesia, en la casa del amigo que vayamos a visitar, en el taller del artista conocido y hasta en la mismísima calle. A esta predisposición, B.R. Tilghman habrá de denominar como un mirar para ver consistente en buscar el propósito de la existencia de un sustrato común de las muestras así consideradas. El conservador museístico se esforzará en mostrárnosla de la manera más adecuada; el curador, antes más comisario de la muestra, en explicárnosla; el amigo, ante todo, probablemente, en crear un confortable ambiente que le singularice ante los demás; y la Iglesia procurará a través de las mismas transmitir su mensaje a creyentes y no creyentes que han sido atraídos por la fuerza de las imágenes dentro del entorno sacro. Cuestiones que tienen en común con la política última en casi todos los casos su administración patrimonial con un objetivo de implementación turística. Y que en el fracasado caso del Centro de Uharte, por dar con el ejemplo que hemos venido trayendo a colación, bien pudiera dar ocasión a una nueva oportunidad: la de ser un centro tanto de producción como de reflexión en torno a la renovada condición del hombre como sujeto creador de objetos y situaciones de intencionalidad más o menos artística, o al menos así consideradas. Creo pensar acertadamente, si afirmo ser ésta su última directriz.

Así desde el antonomásico lugar de las artes en su acción descontextualizadora de los objetos mostrados respecto del medio que diera ocasión a su existencia, el museo viene a converger en un determinante paralelismo con parecida función a la que un laboratorio desempeña para con la ciencia, al decir de Jesús Carrillo (en ideas recibidas). Y con la potencialidad añadida, en nuestro caso, del intento de consecución de la síntesis de ambos en algo así como un dominio de las artes, que en sí mismo, y por definición, debiera serlo de la experimentación. El museo, más aún tratándose de un centro de las artes, es el espacio ideado para la artimaña de aquéllas, así como el espacio especializado en su ritual, a sabiendas del segundo de los significados dado para este término por la academia de la lengua como artificio o astucia para engañar a alguien, o para otro fin. Este engaño, no obstante, es una argucia procedimental, no la mentira en el sentido platónico ya tratado con anterioridad. Ahora bien, el centro especializado en una experimentación tratada por los especialistas de sus infinitas modalidades nos da como resultado algo así como la situación proclamada por el sociólogo y psicopatólogo francés Roland Gori, cuando afirma ser el equivalente, en la sociedad griega, del rol desempeñado por el esclavo mediante la oferta de su saber como medio y demostración de la pericia acumulada puesta al servicio del poder o del dinero, últimos objetivos de su programática. Añadiendo, el que jamás haya existido una sociedad de la dimensión esclavista como esta nuestra actual. Y consecuentemente con ello, este centro si ha de llegar a serlo, realmente debiera garantizar la absoluta libertad de creación de quienes apuestan por innovar desde las premisas de lo que podamos considerar ser arte, aunque no se encuentre exento de correr el riesgo de caer en una sistemática práctica basada en la mera y banal ocurrencia. Una obviedad no carente sin embargo de casuística intervención, puesto que el ánimo censor de la sociedad actual es cada vez más preventivo que quirúrgico y, si es posible, se da con anterioridad siquiera a la posibilidad del síntoma evidenciador de la enfermedad o del trauma aunque tan solo sea por aquel mero “curarse en salud”. Del centro habrá de salir, por muy innovador que aparente ser, básicamente un arte domesticado.

Para sí quisieran aquellos burócratas de los planes quinquenales una planificación tan elaborada como la que sustenta el conjunto de los intereses de eso que genéricamente denominamos como el sistema, centrando su mirada, como no puede ser de otra forma, en este microcosmos denominado por algunos críticos como mundo del arte, compuesto, en Danto y otros filósofos e historiadores, al menos inicialmente, por el arte, teoría e historia del mismo, teniendo como resultado más evidente una tradicional e institucionalizada visión del mismo traída de la mano por George Dickie. Esta visión, viene a ser la promovida por las entidades gubernamentales que ejercen en diferentes grados la gobernanza: administraciones gubernamentales, universitarias, empresariales y mercantiles. El individuo, aun en la versión romántica del artista revolucionario, poco, por no decir nada, puede hacer ante semejante Leviatán, y debido a su manifiesta debilidad se ve progresivamente precipitado a participar del ocasionalmente caprichoso sentido direccional de modas y corrientes.

Alguien debiera haberle preguntado, por tanto, a nuestro ficticio personaje profesionalizado en artista (arquitecto, pintor, escultor, pedagogo y poeta), puesto que poesía en origen era la capacidad de crear, fabricar, etc, sobre qué hacer con un edificio cargado del simbolismo épico e histórico que tiene como debate dos zonas territoriales, Pamplona-Iruña y Madrid, y un homónimo nombre, el de Los Caídos, participando de la condición victimaria del vencedor a expensas de la del vencido. Y este experto, al parecer injustamente ignorado en su condición de asesor, tal vez debiera haber principiado por la lectura de un texto tan clarificador sobre el rol desempeñado por algunos de sus más relevantes colegas como el dedicado por Deyan Sudjic, en La arquitectura del poder, a los alemanes Speer y Gropius, entre otros, evidenciando la artimaña por la cual el poder obra atrayendo hacia sí la creatividad innovadora del técnico y simbolizadora del artista. Es más, tal y como defendiera en Confesiones de un arquitecto Víctor D’Ors, “a nueva política, nueva arquitectura”. Georges Didi-Huberman lo dijo recientemente: “Todo arte encierra una dimensión política”. No es, por tanto, solamente el gusto lo que hace que nos dividamos en la opinión sobre estas cuestiones de la estética. “La idea de la pureza de un arte aislado del resto de las cosas no existe. El arte no está aislado de nada”. Por lo que, y a pesar de presuntamente haber sido superado en la dinámica actualizadora del procedimental conocimiento oficioso y oficial, se hace tan necesario en su comprensión, la relectura de aquellas clásicas lecciones derivadas de la semiótica cultural. Por ejemplo, las de Jurij M. Lotman y la Escuela de Tartu, contemplando la cultura como “todo el conjunto de la información no genética, como la memoria común de la humanidad o de colectivos nacionales o sociales”.

El autor es escritor