esta es la crónica de un luminoso desastre, la del lisérgico fin de semana que tuvo lugar en un campo de alfalfa próximo a Nueva York, tal día como hoy de hace cincuenta años. Quizá no signifique nada para esos millennials que deambulan por ahí con la nariz pegada al móvil. Y para los que peinen canas, tal vez Woodstock sólo sea una sobredosis de nostalgia demasiado pura. Pero pocas veces algo tan calamitosamente organizado, ha significado tanto.

En su momento, los rumores sobre el festival no pasaron de lo anecdótico. El país estaba aún en estado de shock por el brutal asesinato de la actriz Sharon Tate y amigos, perpetrado días antes por la Familia Manson en una zona residencial de LA. Por otro lado, todo lo que se decía sobre esa baraúnda de hippies que se habían adocenado en un descampado cerca de Nueva York, era difuso o despectivo. De hecho, el New York Times se despachó con el siguiente editorial: ¿Qué tipo de cultura es la nuestra que puede producir un desastre tan colosal?

No le faltaba razón. El festival de Woodstock fue un caos organizativo, un espejismo en la era de Acuario que, pese a todo, logró reunir a unos 400.000 jóvenes dispuestos a vivir tres días de paz y música, o eso decía su eslogan publicitario. Pero lo cierto es que la calidad del sonido fue deficiente, las instalaciones precarias, una parte del escenario se hundió y la masiva afluencia de público provocó un embotellamiento de tráfico de 27 km, que obligó a convertir el concierto en un evento gratuito al no poder llegar a tiempo los tickets ni los tornos de control, mientras la multitud, ávida por acceder al recinto, comenzó a derribar las vallas. Para entonces, se habían vendido unas 45.000 entradas por correo al precio de 18 dólares. La policía y el personal sanitario también resultaron insuficientes y el Ejército tuvo que suministrar vituallas por vía aérea, mientras los pequeños negocios de la zona hacían su agosto por partida doble.

Por si eso fuera poco, el festival de Woodstock no se celebró en Woodstock, los habitantes de este pequeño pueblo no cedieron sus terrenos. Al final, se optó por una granja ganadera de 240 hectáreas a unos 60 km al suroeste, en la localidad de Bethel, condado de Sullivan, NY. El terreno se alquiló para tres días por 50.000 dólares de la época. Detrás del proyecto estaba Michael Lang, un veinteañero que regentaba una empresa de espectáculos llamada Ventures. En realidad, Lang y su troupe esperaban recibir a unas 200.000 personas, para las que habían habilitado sanitarios portátiles, agua, electricidad y comida. Pero esas previsiones pronto fueron superadas por la ingente avalancha que no cesaba de llegar.

Se estima en un millón los peregrinos que se pusieron en ruta hacia ese lugar perdido entre los bosques del norte de NY. Aunque más de la mitad se iría quedando por el camino debido a los atascos, a la amenaza de lluvias y a las recomendaciones de la Policía estatal. Pero los que consiguieron orillar sus vehículos en cunetas y caminos adyacentes y hacer la última escala a pie, lograron participar de algo irrepetible. Eso sí, la mayor parte de los aturdidos asistentes se enteró de la magnitud de lo ocurrido tiempo después, gracias a los discos, a la película y a la repercusión mediática. Fue entonces cuando descubrieron que habían hecho historia.

En la nación Woodstock se llegaron a documentar dos nacimientos, ocho abortos, setecientos casos de intoxicación severa y el fallecimiento de tres jóvenes, además de los problemas de abastecimiento de agua, alimentos, saneamiento y salud, propios de una improvisada ciudad de casi medio millón de habitantes. La lluvia también quiso participar de la fiesta, lo que obligó a suspender las actuaciones durante varias horas. Lejos de ser un inconveniente, la gente que dormía al raso frente al escenario, acabó convirtiendo el terreno en una pista de patinaje sobre barro, para luego bañarse desnudos en un estanque cercano ante el pasmo de los lugareños.

La idea consistía en seguir la corriente de los conciertos al aire libre que habían aflorado en la Costa Oeste. El Festival de Monterrey, celebrado en 1967, marcó el camino. Pero repetir esa experiencia en la cosmopolita Costa Este, tenía algunos inconvenientes. Los Doors rechazaron acudir a Woodstock creyendo que sería un Monterrey de segunda categoría. Bob Dylan, que vivía cerca de Bethel, tampoco aceptó por el compromiso que tenía con el Festival de la Isla de Wight, Inglaterra, días después. Los Byrds pensaron que se trataba de un bolo más de verano. Led Zeppelin también declinó la invitación, no querían ser otro grupo del montón. Iron Butterfly se quedaron bloqueados en el aeropuerto JFK. Y los Beatles se disculparon diciendo que no tocaban en directo desde el 66 (en realidad, el cuarteto estaba en trámites de divorcio).

Pero los que sí asistieron, hicieron que Woodstock superara con creces todo lo hasta entonces conocido. Treinta y dos grupos y artistas salieron al escenario en una híbrida confluencia de rock, blues, folk o country. Cuando Richie Havens comenzó a las 17.00 del 15 de agosto, era evidente que actuaba para la posteridad y que todos los pronósticos se habían quedado cortos, aunque la suerte lanzó sus dados de forma arbitraria. Los Grateful Dead se quejaron de una deficiente sonorización. A los Creedence Clearwater Revival nos les gustó tocar de madrugada ante una concurrencia amodorrada en sus sacos de dormir. Joan Baez actuó embarazada de seis meses. Santana realizó allí su debut. Y detrás, vendrían los veteranos Canned Heat, Janis Joplin, The Who, Crosby, Still, Nash & Young o Joe Cocker con su magnética versión soul de A Little help from my Friends. El festival se tuvo que prolongar hasta la mañana del día 18 de agosto, debido a los retrasos provocados por la lluvia. El último en salir a escena fue Jimi Hendrix en una de sus memorables actuaciones, exprimiendo su Stratocaster hasta sacar de ella una retorcida versión del himno americano en señal de protesta, aunque el espectáculo sólo lo disfrutaron unos 25.000 incondicionales, que aguantaron hasta las primeras horas del lunes sobre un lodazal cubierto de barro y basura.

Woodstock fue un desastre, pero también un hermoso espejismo. Es curioso cómo la historia y la nostalgia hacen variar la percepción de los hechos. En el mágico verano del 69, aquello llegó a ser la apoteosis de la contracultura que insistían en cuestionar las bases del sistema social y político dominantes, el cénit de la utopía hippy, el amor libre, los viajes con LSD, la juventud como agente de cambio y la oposición a Nixon y a su Guerra del Vietnam. Hoy, sin embargo, Woodstock encarna mejor que nada el final de la inocencia. Ya nada sería igual.