pese a la desazón que produce la prédica en el desierto, que es algo así como hablar en silencio, o existir, pero sin llegar a ser, aspiro a que la ética política se eleve al firmamento metafórico de Rimbaud. Y escribo esto porque la política parece deslizarse peligrosamente por el sendero de la posverdad, hasta el punto de que se construyen relatos sin importar lo más mínimo si se ajustan a los hechos o no. En fin, parece que después de la mentira, nada es más eficaz que la ficción. La tropelía política que se comete es mucho más grave de lo que puede parecer, pues se pervierte el concepto filosófico de verdad, cuyas consecuencias son mucho más trascendentes que las de una simple mentira. La política se trivializa y se vacía de credibilidad y rigor. La verdad ya no es una adecuación entre pensamiento y realidad, ni siquiera una concordancia entre lo dicho y lo hecho. Simplemente opera como verdad aquella afirmación, aunque sea falsa, que muestre su eficacia a la hora de lograr un objetivo. Los medios, por ruines que sean, se justifican sistemáticamente, basta con que posibiliten el fin que se pretende lograr. No es de extrañar, por tanto, que la mentira, el insulto y la difamación sean desgraciadamente prácticas habituales. Las virtudes, muy reconocidas y admiradas en el siglo pasado, parecen haber caído en desuso, por lo que no es de extrañar que desaparezcan de los tratados de ética. Mientras que ruindades como la envidia, la deslealtad, el engaño o la desconsideración prosperan viento en popa, a toda vela, como dice el poema de José de Espronceda.

La ética implica no solo una reflexión racional sobre la moralidad, sino también pretende una justificación fundamentada de cuál debe ser el comportamiento moral de los seres humanos. Sin embargo, en cuanto la diseccionamos a punta de bisturí, observamos que la ética, lejos de ser la ciencia que prescribe la bondad o maldad de la acción humana, es una construcción que esconde, entre sus nobles razones, sentimientos, necesidades, temores, intereses o prejuicios que hacen que la moralidad que de ella se deriva sea dudosa. No en vano Wittgenstein vino a decir algo así como que si se escribiera un libro verdaderamente sobre ética, ese libro, como una explosión, aniquilaría todos los demás libros. La práctica política está llena de crisis súbitas de mudez, cegueras oportunas y turbaciones calculadas y olvidadizas, propias de la miseria del farsante. Quizá, por ello, haya que pensar que se está produciendo, como apuntaba Rorty, un nuevo orden moral sin obligación y sin responsabilidad, una sociedad regida por una praxis política que se reduce a un ejercicio contable de previsiones y resultados, en el que el éxito y el beneficio sean los fines sociales que se persiguen y en el que la moral devenga show recreativo. La difamación, la falsedad, el ultraje, la desconsideración, el menosprecio, el insulto y otros desfondamientos morales no cesan de progresar, pero el mal parece soportarse de forma indecente e hipócrita. La estela de estos fraudes morales se borra con demasiada facilidad, hasta el punto de que la memoria resulta grotesca, mostrando su costado de disparate y ruindad. Así la ética, considerada como una rémora que limita la eficiencia propia del pragmatismo, sigue siendo la asignatura pendiente de la política y no hay indicios apreciables que nos hagan pensar en que la situación vaya a mejorar.

Cuando se aspira al poder, la praxis política no parece estar sujeta a criterios morales, sino guiada por razones prácticas y coyunturales. El protagonismo del bien y del mal, los fundamentos éticos encargados de establecer reglas, fijar deberes y decretar verdades resultan sencillamente irrelevantes. En consecuencia, se desvanece la deontología, que parte de unos principios y unos valores que considera deberes y los estiman como imperativos categóricos inexcusables. Sin embargo, el utilitarismo, que apuesta por una ingeniería social que acota los problemas y pone el acento en los resultados, dando solo por buenas aquellas acciones que procuran los beneficios esperados, parece tener hoy día más notabilidad. En definitiva, el poder es el fin, qué duda cabe, la moralidad de los medios es irrelevante, pues son solo instrumentos que se justifican por su eficacia. Lo cierto es que la ética se ha devaluado tanto en la práctica política como para hacernos pensar que las decisiones, predominantemente pragmáticas, están destinadas a desentenderse inevitablemente de la moral. De hecho, algunas formaciones políticas, lejos de sumar fuerzas en cuestiones trascendentales, permanecen enrocadas en la defensa de sus intereses partidistas, impidiendo la necesaria unidad de acción y la firme resistencia frente a una deriva que atenta contra la democracia y que nos puede conducir al abismo. En este sentido, algunos políticos, justificándose con silogismos sofistas, están allanando el camino a una sociedad sumida en la falacia y sin obligaciones éticas, como apunta Lipovetsky, que se expande sin apenas resistencia efectiva. En fin, hay políticos que creen que para lograr el poder basta con embridar a la ciudadanía e intoxicarla con mentiras prêt-à-porter. Quizá convenga recordar que la ética, como apunta Sartre, es la asunción de la estructura ontológica que nos constituye, que incluye tanto la libertad y la responsabilidad que esta conlleva como la contingencia y la finitud. El escepticismo es consecuencia del acopio de conocimiento mientras que el pesimismo sobreviene por la acumulación de experiencia. Mantengamos la esperanza.

El autor es médico-psiquiatra, presidente del PSN-PSOE