en Las siete leyes del caos, el profesor de estética y psicólogo John Briggs y el físico F. David Peat consideraban el que, “para el ser humano, la creatividad significa sin ir más allá de lo que conocemos, llegar a la verdad de las cosas”. Sin embargo, ya tuvimos ocasión de comprobar como al menos desde el error de Platón, conducente a considerar los objetos estéticos como pseudorrealidades orientadas hacia el equívoco y la mentira, una de las actividades por la cual el ser humano es singularizado, como es aquella de las artes, encuéntrese bajo sospecha. Aunque al decir objeto, como cosa, se considere pueda contar con su propia e intrínseca realidad.

La verdad, por tanto, del objeto-cosa-obra-de-arte, es aquella de la constatación de su propia existencia y de al menos la forma en que se nos da. Y por tanto, no necesita de ser cuestionada, puesto que lo que es ya es. Este fenómeno surge naturalmente en el individuo y se da a la comunidad, acompañado indefectiblemente por el imaginario del momento y del lugar con sus derivaciones en ocasiones de fe, creencias e ideologías, pudiendo estar al servicio de las mismas o no. Cuestiones que la sociología de Gabriel Tarde considerara como propiamente anestéticas, es decir, no estéticas. Por lo cual, no constituyen supuesto necesariamente contingente sino más bien paradigma del hecho circunstancial.

El arte sirve y en ocasiones se sirve de lo último. Y en un mundo dominado por la especialidad del técnico, del científico, del humanista, el artista parece haberse reconvertido en un operario de la endogámica especulación en torno a cuestiones que tienen que ver fundamentalmente con su propio rango identitario y del rol a desempeñar por su actividad en la sociedad. La comunidad de los artistas consigue así que buena parte de lo que hacen y del debate que mantienen a duras penas trascienda el ámbito de sus gremiales intereses, siendo, tal vez, necesario empezar a cuestionar este aislamiento promovido por una academia cuyas enseñanzas inducen a pensar que sólo en la funcionarialización de sus componentes existe una viabilidad para la justificada emisión de sus caracterizados diplomas. La universidad se ha convertido en una meritocrática institución, avalada por principios jerárquicos -nunca, de ningún modo, democráticos ni participativos- que gira en torno a la praxis diplomática financiadora de su actividad. Al individuo ya ni siquiera se le juzga por lo que tiene sino por los títulos que ostenta, aunque el disponer de recursos sea condición previa para acceder a los mismos; plasmándose, finalmente, en ser una entidad rentista de la publicidad que pueda derivarse del prestigio emanado por el éxito social de sus titulaciones por ella misma en buena parte auspiciado. Y esta puede ser una verdad que a muchos duela y de la que otros puedan sentirse muy orgullosos.

Sería, por tanto, oportuno repensar la humanística al margen, o en paralelo, de la institución universitaria, al modo como lo hiciera en su crítica Schopenhauer, si aspira sobrevivir a su conversión en institutos de tecnología varia y ser sustituida por mera programación de textos y ocurrencias:

“Que la filosofía se enseñe en las universidades, sin duda, es provechoso para ella por varias razones -nos dirá el filósofo-. Adquiere así una existencia pública, y su estandarte se enarbola ante los ojos de los hombres, recordándose y haciéndose patente con ello su presencia una vez más. Pero lo que se gana, sobre todo, es que algún joven de mente despejada se familiarice con ella y despierte a su estudio. Al mismo tiempo, tiene que admitirse que quien está capacitado para ella, y por lo mismo necesitado de ella, aprendería también por otros caminos a tomar contacto con la filosofía y a conocerla. Porque lo que uno ama, aquello para lo que se ha nacido, se encuentra fácilmente: las almas emparentadas se saludan incluso desde lejos. [...] Pero, en general, me he ido haciendo poco a poco de la opinión de que las citadas ventajas de la filosofía académica quedan superadas por el perjuicio que la filosofía como profesión causa a la filosofía como libre investigación de la verdad por el daño que la filosofía por encargo del poder político depara a la filosofía por encargo de la naturaleza y la humanidad”.

Tanto más se podría apreciar de lo antedicho cuanto lo afirmado sea referido al mundo de las artes.

Por ello viene bien recordar, tal y como en su día lo hiciera Roger Bastide, el que: “De Antiguo, pues, se ha observado que el arte no es un simple juego individual sin consecuencias, sino que actúa sobre la vida colectiva y puede transformar el sentido de la sociedad”. Aunque tal vez, como hace dicho autor seguidamente, también quepa “... preguntarse igualmente si la recíproca es cierta; si el arte no es, en sí, un producto de la vida colectiva y si su destino es función del destino de las sociedades”. En todo caso, queda demostrada la ilación entre ambos extremos de la cuestión cuando el antropólogo nos indica como el romanticismo supo plasmar individualmente su crítica a la artificialidad del momento, tal y como lo hace Martel actualmente en su ensayo Vindicación del arte en la era del artificio, denunciando un exceso civilizador y manifestando el que “en sus orígenes, el arte es colectivo y no individual”.

Tras ejercer una severa crítica del concepto romántico del arte, finalmente, habrá de reconocer el que “queda que el artista no ha podido crear más que cuando ha sido llevado del algún modo por la fe y el entusiasmo colectivo. No hay creación individual sin una preparación social y popular previas, y esta preparación previa es el nacimiento de un mito...”. Concluyendo -al menos por mi parte- el que lo realmente importante de estos momentos puntuales es que cristalice tras su eclosión en nombres, géneros, escuelas y corrientes, mediante transmisión, en verdadera y auténtica tradición. Algo que todos, en mayor o menor medida, hubiésemos deseado para el arte y artista del lugar.

El autor es escritor

En un mundo dominado por la especialidad del técnico, del científico, del ‘humanista’, el artista parece haberse reconvertido en un operario

Sería, por tanto, oportuno repensar la humanística al margen, o en paralelo, de la institución universitaria

Cuando hablamos de reparación de las víctimas, hay que tener en cuenta que esta condición muestra varias gradaciones y escalas