consideremos la revelación, tal y como lo hace John Hands en su magna obra Cosmosapiens, como la facultad de “ver con claridad la esencia de una cosa, normalmente de forma repentina después de una meditación disciplinada o después de un intento infructuoso de llegar a su comprensión a través del razonamiento”. Esta viene a ser la propuesta realizada por un pintor local sobre el cómo ha de ser la vivencia y contemplación del arte contemporáneo. De ello habrá de derivarse algo así como el efecto paulino de la caída del caballo ante la cegadora evidencia de una nueva iluminación. A tenor de lo cual, habremos de penetrar en el papel relevante, en cierta forma trascendente, de la revelación, viniendo a ser tremendamente importante en el discernimiento de las causas y su procedencia antes o después de recorrer los tortuosos caminos del discurrir por los cauces del conocimiento. Y así es recogido por el movimiento ecofilosófico, por ejemplo, de la mano de Henryk Skolimowski al defender la necesidad de contar con un pensamiento reverencial basado en la toma de conciencia ante el gran fenómeno en que consiste ser la vida de todos los seres y de sus sistemas, referenciado en la posición que debe adoptar el artista ante el grandioso espectáculo que se muestra en la naturaleza tomado en consideración desde las palabras del pintor William Blake cuando afirma el que: “Ningún hombre sensato supone que el arte de pintar consiste en copiar la naturaleza; si el arte no fuera más que esto, no sería mejor que cualquier otra labor manual; cualquiera podría hacerlo y el necio a menudo lo haría mejor, ya que no requiere un trabajo mental”.

Pues bien, esto último, defiendo, es lo que se echa de menos en las muestras del arte actual inclasificable ya desde el punto de pertenencia e identidad de lo que fuera la programática del contemporáneo. Un arte denuncia que se ha enquistado en la muestra de estercoleros varios descontextualizados de su medio natural, ya no es un arte de la era de la reproductibilidad técnica, por mucho que se imprima en libros y revistas, plasme en vídeos y se cuelgue de paredes y redes, sino más bien una muestra de orgánica replicación consistente en ser el preestablecido procedimiento por el que la naturaleza y su derivado cultural viene a realizar una copia más o menos exacta de sí mismo aunque no exenta del riesgo de mutación. Esta visión, al decir de Iris Murdoch, en cierta manera, ya es inversamente recogida por Platón en el Timeo cuando asociando el élan (impulso) creativo a la acción del Demiurgo -equiparada a la del propio artista- sugiere que éste “trabaja tan bien como puede, fijándose en un modelo perfecto (las ideas) para crear una copia sensible y mutable a partir de un original inteligible e inmutable. Sin embargo, no puede crear con perfección porque utiliza un material preexistente que contiene elementos irracionales, las “causas errantes”, que representan las cualidades irreductibles que tienden a un cierto orden propio mínimo no racional”.

Frente a la presunción de objetividad en la ciencia, el arte, por principio, asume como propio un alto grado de subjetividad. Al hacerlo así la pertinente pregunta debería ser aquella sobre si podemos -o debemos- fiarnos del mismo, de sus resultados, o no. Y tal vez sí que podamos hacerlo salvo con una importante reticencia: la de no depositar necesariamente la confianza personal e intransferible en el artista, puesto que, tal y como es afirmado por Iris Murdoch “los buenos artistas pueden ser hombres malos; la virtud puede residir de forma entera en la obra, y la justa visión alcanzable solo en ella”. Ahora bien, debería con esto quedar claro que la intencionalidad del arte es muy otra de la búsqueda de la certeza, aportada, tal vez más certeramente, por la ciencia a través de sus procedimientos. Como también el que los logros de esta última en sí mismos en modo alguno implican la inefable verdad, como tantas veces ha quedado demostrado en su propio e histórico devenir. La verdad, por tanto, no es el principio por el que se rige el arte, como por otra parte, la ética tampoco parece serlo en el caso de la ciencia. Pero ambas, eso sí, tienen la imperiosa necesidad de participar de un común denominador: el de la imaginación.

Por otro lado, ambas también, tal y como es afirmado por Skolimowski, por mucho que la última se resista a reconocerlo, participan inequívocamente de la arquetipología del mito. Así la ciencia: “Tiene sus dogmas no escritos y no probados, que son los presupuestos en los que se basa. Acepta de forma acrítica y desinhibida una forma de vudú conocida con el nombre de método científico. Adora ciertas deidades, conocidas con el nombre de hechos objetivos. Deifica ciertos modos de conducta, conocidos como búsqueda de la objetividad. Sanciona determinado orden moral, conocido como neutralidad”. A su dilucidación aportó el arqueólogo, historiador y filólogo francés Paul Veyne un hermoso ensayo sobre si realmente creyeran los griegos en sus mitos. En él se afirma: “El mito de la ciencia nos impresiona pero no confundamos la ciencia con su escolástica; la ciencia no encuentra verdades, matematizables o formalizables, descubre hechos desconocidos que se pueden glosar de mil maneras [...] Las ciencias no son más serias que las letras y como en historia los hechos no son separables de una interpretación y como se pueden imaginar todas las interpretaciones que se quiera, debe ocurrir lo mismo con las ciencias exactas”.

Lo que hace que triunfe en el imaginario de todos nosotros es su aparente efectividad a la hora de facilitarnos la vida en su aplicación tecnológica. Tal es así, que nuestra cultura y civilización en modo alguno se entendería sin ella. Haríamos bien en cuestionar desde esa misma óptica si para el entendimiento de nuestra presente manera de ser son prescindibles, o no, las muestras del arte actual. Y tal vez su respuesta diera con la clave de la desafección que fuera de los entendidos e iniciados caracteriza la actitud hacia las muestras del mismo por parte del público en general. Al menos, del referido a este arte profesionalizado desde el burocratismo academicista, e intentar dar con muestras espontáneas y renovadas del mismo que tenga por matriz al individuo en el interior de su entorno cultural. Un arte de la simulación, primero es un arte especular -“... el espejo se confunde con lo que refleja aunque el médium no se distinga del mensaje”, nos dirá Veyne-, para más tarde pasar a ser un arte de la replicación, un arte copista, haciendo del artista un mero replicador.

El autor es escritor