Los orígenes del canon se remontan al periodo helenístico con los filólogos de Alejandría que señalaron los libros más destacados de cada género literario. De hecho, canon significa lista o catálogo que reúne aquello que se considera como un modelo a seguir. Y el canon literario sería el conjunto de las obras que por su calidad han logrado trascender épocas y fronteras, convertidas en universales y, por tanto, en un referente. Son obras clásicas en el sentido que le dio Borges, “capaz de interpretaciones sin término”, que marcan tendencias e influyen en lectores y escritores posteriores de muy diverso signo.

Uno de los autores que más influencia ha tenido en las últimas décadas en la construcción del canon literario es Harold Bloom, que acaba de fallecer ya octogenario. Este crítico estadounidense, para justificar la necesidad del canon, y con ello su propuesta literaria, recurrió al argumento de la incompatibilidad existente entre la finitud de la vida y la enorme producción literaria siempre creciente; ante esta limitación, se requiere de un catálogo de autores y obras con una gran influencia a la hora de elegir lecturas o que muevan a nuevas relecturas. Pero lo cierto es que no existe un único canon literario por el sesgo subjetivo, imposible de soslayar, junto a otros condicionantes en la elección de las obras como es la existencia de diferentes culturas y maneras de entender la realidad y la literatura; no existe un canon literario cerrado. Esto no es óbice para que exista un cierto consenso en torno a algunas grandes obras literarias atemporales.

La selección de Bloom en su Canon occidental, la más conocida, deja muy clara su preferencia con Shakespeare. Él mismo decía sin tapujos que de Shakespeare en adelante nadie ha vuelto a descubrir o reutilizar la pólvora de la originalidad. Le siguen en su canon obras como La divina comedia de Dante, Don Quijote de Cervantes, la Biblia, las epopeyas de Homero, los ensayos de Montaigne, Chaucer, Milton, Goethe... Lo mismo ocurre con su otro canon centrado en el cuento y escrito en clave de crítica literaria al centrarse sobremanera en Chejov, Kafka, Poe y Borges. Pero Bloom sabía mucho de literatura y sus opiniones y ensayos son un referente de lo mejor que se ha escrito en literatura. Jorge Luis Borges también se afanó en crear un canon antológico con los cien mejores libros de la literatura universal aunque no llegó a finalizar este trabajo. Lo que ambos lograron, sin duda, es motivar a la lectura de un selecto equipo de autores y obras que han aportado mucho más que calidad literaria. Se trata de referencias de lectura atemporales expresadas con tal convicción y pasión que muestran lo que la literatura es capaz de llegar además de transmitir cultura y entretenimiento: contar la vida misma de forma magistral en forma de arquetipos no solo de la literatura universal sino de la existencia humana, la real, en sus más variadas manifestaciones que rozan lo sublime removiendo al lector en sus razonamientos y experiencias más íntimas.

Al final de todo, el lector y no el canon es el centro de todo; la clave, pues, pasa por aprender a leer literatura, lo cual conduce al interés por nuestro particular canon personal abierto a nuevas lecturas y relecturas. Ese punto canalla de coleccionista que tienen muchos adictos a la novela y al ensayo hace que les frustre más lo que no van a poder leer en la vida que las experiencias recibidas de todo lo leído; y de lo que ahora mismo están descubriendo en los anaqueles de una librería o en las críticas literarias pilladas en internet. Saber leer supone ser selectivos y elegir, conscientes del límite de lecturas posibles, porque nuestra mente y nuestro tiempo son finitos. Y supone también ir superando nuestros prejuicios contra algunos autores por razones literarias, personales o políticas.

Que el recuerdo de Harold Bloom, una de las personas más influyentes en el campo de los estudios literarios, nos abra el apetito para pensar en nuestro particular canon de lecturas favoritas y en la influencia de algunos autores en nuestra vida tratando de recuperar, de paso, el gusto por releer aquellos libros que lo merecen. O para comenzar a leer buenos libros y enriquecernos como personas.