ue los trileros del poder no nos hagan el lío. Ni las pandemias ni la corrupción de los poderosos son realidades nuevas. Aunque las soluciones para estas dos fatalidades son bien diferentes. Las primeras, antes o después, se curan. Las segundas se sufren eternamente. Ya que desde el Gobierno de la nación han mezclado las dos cosas, no sin razón, puesto que las dos tachas epidémicas comienzan por el mismo vocablo, quizás la sociedad tiene que percibir que el futuro ya está aquí, y que las soluciones propuestas en el pasado tan sólo ayudan a reformar las cosas no a modificarlas. Quizás estamos en el tiempo de una metamorfosis social. Vamos a los temas.

El recuerdo más inmediato que tenemos sobre las pandemias nos lleva a rememorar la gripe del 18, olvidándonos que la viruela y el sarampión siguen asolando a los desfavorecidos por la gran pandemia olvidada: el hambre. Pero bueno, como sobre la cuestión del hambre en el mundo occidental -ahora tembloroso, encerrado en la misma habitación en la que Kafka confinó a Gregorio Samsa- ya estamos curados, hablaremos de nuevo de esa leyenda negra de la que los poderes patrios no quieren ni recordar, la gripe española de 1918, que afectó a quinientos millones de personas (tasa de morbilidad) y mató a más de veinte millones de ellas (tasa de mortalidad). Entonces, la población entró en relación con un virus de influenza mutado, frente al que no valían las defensas desarrolladas previamente por la población. En el presente nos encontramos afectados de la misma manera por el COVID-19, sin todavía saber la magnitud que puede alcanzar. Entonces, igual que ahora, primero hubo un efecto sorpresa por la presencia de la enfermedad que trasladó a la sociedad hacia un clima de preocupación, en muchos casos producto de la desinformación por parte de algunos poderes. De la misma manera, los recursos sanitarios disponibles se sobresaturaron -antes por escasez y ahora por los recortes accionados desde neoliberalismo-, beneficiándose de su uso, en muchas ocasiones, solamente los privilegiados. Las soluciones pasaron, y pasan, creo, por la provisión de medidas extraordinarias que nos igualen a todos y a todas -el virus no concede privilegios-. Esta fue la clave, y debe de serlo ahora. No puede haber disparidad de criterios en torno al tipo de recursos para utilizar. Ni los dirigentes del fútbol ni los politiquillos de pega, no olvidemos que son profesiones que también viven gracias a las clases menos favorecidas -sí, en el primer mundo también hay clases menesterosas- nos van a salvar. Por lo tanto, fuera privilegios, y si hay que nacionalizar los recursos básicos, se nacionalizan. Eso también lo recoge la Constitución de 1978. Esa que tanto defienden algunos y algunas.

El segundo capítulo, increíblemente traído a colación por los propios protagonistas a los que afecta, se refiere a la permanente crisis monárquica. Qué cara hay que tener para caer tan bajo.

Dicho esto, en el Preámbulo de la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno, sancionada por el emérito, se puede leer: "La transparencia, el acceso a la información pública y las normas de buen gobierno deben ser los ejes fundamentales de toda acción política. Sólo cuando la acción de los responsables públicos se somete a escrutinio, cuando los ciudadanos pueden conocer cómo se toman las decisiones que les afectan, cómo se manejan los fondos públicos o bajo qué criterios actúan nuestras instituciones, podremos hablar del inicio de un proceso en el que los poderes públicos comienzan a responder a una sociedad que es crítica, exigente y que demanda participación de los poderes públicos". Poco más hay que añadir. Lo único, señalar que una institución no es sólo un escaparate. Una institución tiene que servir para algo, no son sólo sus atribuciones y su actuación en determinadas ocasiones -Navidad, 1 de octubre y 17 de marzo-, las que la caracterizan, son los miembros que actúan en su nombre los responsables de su existencia. La monarquía, antes y ahora, no tiene nada de transparente, por lo tanto se tiene que aplicar la ley mencionada, y si sus actuaciones son desaprobadas por la democracia, desaparecer e invertir toda su fortuna robada, la de antes y la de ahora, para paliar la crisis del COVID-19.

Actualmente esta falta de transparencia de la monarquía la sitúa en un anacronismo político social que evidencia su resistencia mucho tiempo después de haber desaparecido la razón de su existencia

Los ánimos a los sanitarios y sanitarias, cajeros y cajeras, repartidoras y repartidores, en definitiva a todos y todas los y las que con su trabajo están haciendo que la crisis del COVID-19 sea más llevadera, junto a la cacerolada de la noche del 17 de marzo en contra de la opacidad del Rey, demuestran que hay un movimiento comunitario que exige una metamorfosis social. No valen los discursos plañideros para luego volver a lo mismo, pero aún peor para los protagonistas de ahora mismo. En la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, sí después de la II Guerra Mundial, otra crisis moral y ética de la humanidad, se puede percibir que el compromiso, promoción y defensa de los derechos humanos debía favorecer la convivencia democrática, es decir, la tolerancia, la justicia, la concordia, la paz, la solidaridad y la participación. Aquello está claro que no ha valido para casi nada, habrá que remover los cimientos para que florezcan nuevas premisas.

El futuro ya está aquí, es el presente. Y como decía Marx, "no basta interpretar el mundo, lo que importa es cambiarlo".