o he visto nunca a un hombre contemplar con mirada tan anhelante ese toldillo azul que los reclusas llaman cielo... ", nos dice Oscar Wilde en su Balada de la cárcel de Reading, relato de un hombre encarcelado y sentenciado y muerto por su crimen. Así hemos estado en esta confinación obligada por el coronavirus, atisbando nuestro pedazo de cielo desde ventanas y balcones, soportando cincuenta días de reclusión que son apenas un soplo de brisa en la historia humana, viendo pasar las nubes y reflexionando cómo la vida va cambiando. Porque sabemos, quizá sea lo más cierto de cualquier otra especulación, que nada volverá a ser como fue.

Hemos enterrado muertos, llorado ausencias, sufrido preocupación y palpado la faz horrible de la muerte en forma de un virus letal propagado por calles, casas, barrios, ciudades, aviones, barcos y coches, que ha recorrido sin freno los confines del mundo. Amenazados estamos por su codicia viral a la saliva humana, secreción transparente compuesta en mayor parte de agua con un añadido de minerales, mucopoliscáridos y encimas, producidas por nuestras glándulas salivales, con la función de lubricar la boca e iniciar el proceso de la digestión. El enemigo invisible se instala ahí, implacable, para horadar nuestro organismo, amenazando con la muerte y no solo la nuestra, sino la que produce nuestro contagio. Siguiendo a Wilde "...cada hombre mata lo que ama, sépanlo todos: unos lo hacen con una mirada de odio, otros con palabra cariciosas, el cobarde con un beso, el hombre valiente con una espada..", pero hemos carecido de la espada-vacuna que nos defienda del impacto mortal. Resultamos indefensos y frágiles ante un enemigo microscópico, nosotros, la orgullosa especie que pretende conquistar los planetas y descubrir el secreto de los agujeros negros del universo.

Durante cincuenta días hemos mirado el cielo donde moraban los dioses de las religiones antiguas o el Dios de las modernas o el Jaungoikoa de los vascones, observado que ha esclarecido su color: la ausencia de las estelas contaminantes de los aviones que lo circundan da como resultado que el firmamento esté celeste y de noche refuljan las estrellas. Que mermado el tráfico aéreo y el terrestre rebaja un cincuenta por ciento la contaminación, y la tierra, nuestro hogar por una generación y bien transmisible a nuestros hijos y nietos, ha emitido un suspiro de alivio. Son sus voceras las bandadas de golondrinas pregoneras de la primavera, el regreso de las abejas, de que los animales del monte se acerquen a nuestras ciudades, de jabalíes rondando por los huertos, perdices paseando por la hierba, águilas perdiceras en las ramas de los manzanos. Recuperan el viejo espacio vital que les hurtamos.

La tierra les pertenece también, "porque el olmo y el roble tienen un follaje agradable, que brota al inicio de la primavera, pero es horroroso a la vista el árbol del patíbulo con su raíz mordida por las víboras...", afirma Wilde, y es que nuestro progreso furioso ha producido demasiadas defunciones. Nos autodestruimos cada día al desatender lo que amamos, incapaces en nuestro frenesí de conciliar progreso con civilización, desatendiendo que "ni la rosa color leche ni la roja pueden florecer en el aire de una cárcel: cascos, guijarros y pedernales son los que florecen allí... ". Quizá por eso que en esta vigilia, acosados por el virus, agobiados por nuestra necesidad de expresar afecto a los seres queridos y a todos los seres, hemos tenido que recapacitar no tan solo en estas horas de paro, sino en todas aquellas que suman siglos y que nos han conducido hasta aquí.

¿Daremos un valiente tirón al timón de nuestras vidas, de las cuales depende el destino de nuestros descendientes, o dejaremos que la codicia siga devorando lo que nos reste de vida? ¿Haremos el ejercicio de mejorar la existencia de todos y cada uno, combinando la difícil ecuación de hacer progreso manteniendo calidad de vida y trabajo, empresa y cultura, formación y eficacia? ¿Nos alejaremos del método, cómodo pero terrible € "de que el director se sabía perfectamente los artículos del reglamento, el doctor decía que la muerte no era sino un hecho científico y dos veces al día entraba el capellán y le dejaba un pequeño folleto..." al hombre condenado a morir? Todo reglamentado y estipulado. ¿Usaremos la imaginación y el coraje para cambiar las cosas que hemos hecho mal y promover desde esta situación de desolación un nuevo derrotero que no solo involucra nuestros entorno sino el de la Humanidad de la que formamos parte?

"...Nunca vi a un hombre contemplar con mirada tan ansiosa ese toldillo azul que los presos llamamos cielo...", repite el poeta al final de su hermosa y melancólicaBalada, y así hemos estado estos cincuenta días y quizá falten más, mirando hacia arriba mientras la tierra a nuestros pies recuperaba una parte de su vitalidad arrebatada por nuestro desenfreno. Nos toca con urgencia mirar hacia los puntos cardinales, boreal y austral, naciente y poniente, veleta de los vientos, para armonizar el dolor, la inquietud, la ambición y el vigor que necesitamos para la restauración de nuestras vidas y la vida de entorno. Que una nueva Carta de Derechos Humanos y Derechos de la Naturaleza sean reescritos por todos para bien de todos.

La autora es bibliotecaria y escritora

Resultamos indefensos ante un enemigo microscópico, nosotros, la especie que pretende conquistar los planetas y descubrir el secreto de los agujeros negros del universo