i el Día Mundial de los Refugiados fuese una persona, hoy tendría 19 años. Era el año 2001 cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas fijó el 20 de junio como el día en el que conmemorar la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados aprobada en 1951. En estos años, siempre ha habido una causa común para animar el día y aglutinar esfuerzos: las mujeres refugiadas, la juventud refugiada, la casa, la salud, la educación€ y el listado sigue con otros derechos inalienables a los cuales la población refugiada tiene acceso con gran dificultad y, en la mayoría de los casos, de forma insuficiente y de escasa calidad.

Este año no sé cuál será la temática de la celebración, pero tengo una sugerencia: "hacer de la necesidad virtud". Aunque la tentación de escribir sin nombrar ni hacer ninguna referencia a la pandemia que ha sacudido el mundo entero es muy grande, no puedo desaprovechar la posibilidad de reflexionar sobre algo que no tiene precedente en la Historia. Me refiero a la posibilidad que hemos tenido aquí en el norte de experimentar lo que millones de personas refugiadas y desplazadas viven diariamente en el silencio y la indiferencia global: un sistema sanitario colapsado, la privación de la libertad de movimiento, la impotencia de no poder hacer nada, la dependencia de las decisiones ajenas y la fe ciega en que pronto podremos volver a nuestras vidas.

Hemos visto tambalearse nuestro estado de bienestar, nuestra seguridad, nuestra invencibilidad. Ha sido como meternos un cristal de kryptonita en el bolsillo y ver los efectos que tenía en cada uno de los aspectos de nuestra vida.

El resultado ha sido muy parecido a lo que vemos en los campos para personas refugiadas o en ciudades que acogen a desplazados/as: largas colas para recibir una comida caliente, supermercados desabastecidos, ausencia de bienes de primaria necesidad, imposibilidad de trabajar y, por ende, generar recursos indispensables para vivir y satisfacer nuestras necesidades básicas.

Sin embargo, no podemos volver una vez más a mirarnos el ombligo, compadecernos de las desgracias que se han asomado a nuestras vidas en el último trimestre y confundirnos sobre quién es quién.

Los refugiados y las refugiadas no tienen una casa donde pasar el confinamiento, no tienen conexión a internet para teletrabajar o recibir las tareas por correo electrónico, no tienen ERTE ni Seguridad Social, no tienen un gobierno que vele por sus derechos y predisponga un plan de contingencia. Los refugiados y las refugiadas dependen de la solidaridad internacional. Si la solidaridad se para, no pueden más que contar con ellos mismos y los pocos recursos que tienen.

Y es aquí que veo la virtud de salir a flote. Como todas las personas que han hecho de la resistencia un estilo de vida demostrando un estoicismo digno de ser citado en los manuales de filosofía, las personas refugiadas no han tenido tiempo de desesperarse y, desde que los trabajadores humanitarios expatriados han regresado a sus países, se han puesto manos a la obra para dar soluciones concretas a sus comunidades.

Y es así que en Afganistán, la comunidad refugiada se ha organizado para utilizar la radio y seguir dando clases ahora que las escuelas están cerradas; actividades parecidas también se están llevando a cabo en el campo de Mtendeli en Tanzania donde viven refugiados/as burundeses; en el campo de Djabal para personas refugiadas de Darfur -en la frontera entre Sudán y el Chad-, los maestros y las maestras pasan de familia en familia para enseñar cómo lavarse las manos mientras que en Mongo, en el centro del Chad, un pequeño laboratorio artesanal de producción de cloro se ha puesto en marcha utilizando botellas plásticas y grafito de lápiz. En Kenia, una tienda que vende artesanía hecha a mano por las refugiadas y los refugiados del campo de Kakuma está poniendo en marcha una tienda virtual para seguir vendiendo los productos y, de esa manera, garantizar unos ingresos para los artesanos, a pesar de tener las puertas cerradas. En Irak, mujeres refugiadas cosen mascarillas que donan a la comunidad para paliar la falta crónica de material sanitario. Lo mismo pasa en el campo de Adi-Harush en Etiopía y en Tamil Nadu en la India.

Hace muchos años que dejé mi casa para empezar mi trabajo como cooperante en varios países del mundo. Con el tiempo, he aprendido a deshacerme de muchas cosas para viajar con un equipaje liviano, fácil de cargar y llevar a todas partes. Las personas refugiadas no han tenido tiempo de ensayar, han tenido que dejarlo todo de la noche a la mañana saliendo con lo que tenían puesto y poco más. Ver su actitud hacia la adversidad, descubrir que, a pesar de no tener nada, todavía tienen píldoras de generosidad y altruismo cuando todo a su alrededor es hostil y árido, nos pone ante un desafío ético muy difícil de sostener. Como parte de una misma humanidad, tenemos que saber sostener su mirada y enfocar nuestras acciones en una misma dirección.

La pandemia ha generado y sigue generando mucho miedo e incertidumbre hacia el futuro, aunque algo nos ha dejado muy claro: el mundo está interconectado y no existen puntos cardinales aislados; lo que pasa en el norte tiene repercusiones en el sur y viceversa. Si perdemos de vista estas coordenadas, la patera sobre la cual está naufragando lo poco que nos queda de humanidad está destinada al naufragio sin posibilidad de salvación.

La autora es responsable de Acción Humanitaria-África de la Fundación Alboan