stos días de otoño se celebra en Pamplona la IV Feria de la Edición. A lo largo de diez jornadas, unas cuantas librerías y editoriales navarras disponen sus stands en la plaza del Castillo y calles adyacentes para ofrecer al público volúmenes antiguos, títulos nuevos así como productos discográficos.

Para el sector del libro, se trata de una oportunidad de recuperar aquellos eventos que, por culpa del confinamiento, no pudieron organizarse en primavera. Me refiero al Día del Libro del 23 de abril y a la Feria del Libro que tiene lugar todos los años a finales de mayo y principios de junio.

En tiempos de pandemia, la puesta en marcha de esta cita cultural incorpora un valor redoblado, es más necesaria que nunca. A pesar del riesgo que supone el coronavirus, de su propagación todavía creciente entre la población, es un acierto que se haya seguido adelante con la feria, que no haya habido cancelaciones de última hora. Por lo demás, en este contexto tan poco propicio, se da la circunstancia feliz de que las medidas de prevención establecidas con el fin de evitar nuevos contagios han hecho que la infraestructura habilitada para los distintos actos y encuentros literarios sea mucho mejor que en otras ocasiones.

Más allá de la coyuntura, a la que volveré más tarde, es oportuno recordar cuál es la mercancía principal que está vendiéndose en las casetas y carpas de la feria. Conviene subrayar cómo, en pleno apoteosis tecnológico, el producto ofrecido estos días en Pamplona es, en esencia, el mismo que conocemos desde el descubrimiento de la imprenta hace seis siglos. De modo que, aunque sólo sea por eso, por su resistencia al paso del tiempo, ya merece la pena organizar un homenaje anual al libro como objeto, rendirle un tributo por su perseverancia, por su capacidad de adaptarse a cualquier época y a cualquier adversidad.

Pero el asunto no termina ahí. Lo bueno es lo que viene después. Lo curioso es que una cosa tan sencilla, tan primitiva, hecha de materiales tan elementales, pueda abrir un espacio abstracto tan inmenso. Claro, no siempre es así. No siempre lo consigue. Es verdad que el artículo concreto fabricado de pasta de papel se queda a veces en eso, en una amalgama cosida e inmóvil en manos de quien lo posee, en un peso que sobra, y, sin embargo, nace en todo caso con la ambición de lograr esa apertura, preserva su dignidad por el mero hecho de intentarlo.

Un momento, ¿intentar qué? Oh, lo que procura ese objeto es trasladarnos a la abstracción del conocimiento, al goce abstracto de la diversión, al universo también abstracto de lo emocionante. Sí, eso es lo que sorprende, lo que debería asombrarnos todavía, lo que debería sumirnos en la perplejidad, el enorme contraste entre el libro físico y su posibilidad de hacernos trascender.

Y si antes he mencionado la coyuntura, la situación que vivimos ahora, es porque en ella, en la era de la covid-19, la literatura tiene una función renovada, una ventaja frente a otras disciplinas artísticas y una responsabilidad derivada de la misma. Su tarea consiste en ayudarnos a reflexionar sobre lo que está pasando. No sólo a través de libros que abordan el tema directamente, como ciertos ensayos filosóficos o diarios personales centrados en los últimos meses, sino también por medio de novelas y otros textos publicados hace años o hace siglos que tratan conflictos y dilemas relacionados con lo que ocurre hoy.

En una entrada de sus Diarios, John Cheever escribe que, dada la trayectoria hermética y difícil de seguir de la música contemporánea y de otras artes, la literatura se ha quedado un poco sola en la misión de establecer un diálogo permanente con nuestros dioses, nuestros océanos y nuestra alma. Ahora, varias décadas después, esa afirmación puede reinterpretarse en el sentido de que, en momentos de retiro, de alejamiento, de mayor soledad como los actuales, la literatura es uno de los pocos asideros espirituales a los que recurrir, uno de los mejores apoyos intelectuales hacia los que podemos dirigirnos.

He ahí al mismo tiempo la ventaja y la responsabilidad inherente a ella. Y es que, ante la dificultad de asistir como espectadores a todos esos eventos culturales y artísticos a los que solíamos ir, el libro se convierte en una especie de retaguardia, en un refugio determinado por las circunstancias, en un último reducto. A él, al universo de ideas y emociones que contiene y que desata, le compete entonces, a los efectos de cultivar nuestro espíritu, funcionar para nosotros como estación de guardia, como turno de noche, como luz de emergencia en estos días de oscuridad.

En Últimos testigos, una de las novelas de voces de Svetlana Alexiévich, una mujer ucraniana describe cómo durante la invasión nazi de la Unión Soviética en 1941, siendo aún una niña, tuvo que esconderse con su madre en la pequeña choza donde vivían. Cuenta cómo permanecieron ahí a lo largo de muchos meses y cómo ella pudo soportar el encierro gracias al único libro que había en la casa, un volumen de relatos que leía una y otra vez.

En lo que a la feria de Pamplona se refiere, sería bueno que viésemos la iniciativa desde algunos de los planteamientos expuestos aquí. En pocas palabras, que la considerásemos como una oportunidad para los profesionales del sector y como una ocasión para devolver al libro, a los libros, parte de su grandeza perdida.

El autor es escritor