caban de celebrarse las elecciones en los Estados Unidos, acontecimiento que atrae la atención del mundo entero, y puede ser hora de formular algunas consideraciones del fenómeno que ha hecho correr ríos de tinta por lo extraño de sus circunstancias. Una gran parte de su interés gravita, evidentemente, en la peculiar catadura del actual presidente, Donald Trump.

En primer lugar, hay que destacar dos hechos: por una parte la extraordinaria concurrencia de votantes (superando la barrera del 60% del censo), raramente ocurrido en los comicios estadounidenses y, por otro, que a pesar de que las encuestas daban a Joe Biden una ventaja considerable, el resultado ha sido muy ajustado, habiendo obtenido Trump 70 millones de votos, varios millones más incluso que en las elecciones del 2016, siendo el voto por correo el que ha dado el triunfo al aspirante demócrata, para consternación e ira del actual presidente, quien sin ninguna prueba ha denunciado la existencia de fraude.

Dada la trayectoria de Trump y su descrédito general fuera de los Estados Unidos, tanto por sus políticas supremacistas y plenas de chovinismo, ayunas de colaboración y consenso con sus aliados, unilaterales, estrafalarias y gravemente peligrosas respecto al cambio climático y la emigración, admiración hacia los líderes autoritarios y antidemocráticos, y su racismo, como por su estilo grosero, chulesco y faltón, ha constituido una gran sorpresa el significativo apoyo de un sector muy considerable del pueblo norteamericano.

Lo curioso de este apoyo es que no solo se da entre las capas más adineradas de la sociedad, sino también entre muchos blancos de escasa cualificación añorantes de las épocas en que existían en sus estados: Pensilvania, Michigan, Wisconsin y otros, buenos empleos en la industria, y que han sido barridos por la globalización. La desconfianza hacia los afroamericanos y latinos, y aún más respecto a los emigrantes, especialmente de origen musulmán, es otro factor relevante en la actitud de estos grupos sociales rezagados.

El éxito de Trump ha consistido en erigirse en defensor de estos trabajadores, quizá no debidamente atendidos por el Partido Demócrata, que ha marginado este importante sector, tradicionalmente considerado el de sus votantes naturales. Nada hay de sorprendente, por el contrario, en la actitud de las capas altas de la sociedad, pues ya se ha preocupado Trump en cuidarlas con mimo mediante sustanciales reducciones de impuestos y otros privilegios. La mezcla de estos dos sectores, poco homogéneos y aún contrarios en muchos aspectos, ha sido denominado acertadamente como plutopopulismo. Defensa de las clases adineradas y de los obreros blancos marginados, a la vez. Esto explica tal acumulación de apoyos. El voto de las sectas protestantes minoritarias, e intensamente reaccionarias, es otro significativo ingrediente añadido a favor de Trump.

Una característica de estas elecciones ha sido la alarmante polarización de la sociedad, singularmente por el lado republicano, con acusaciones iniciadas u orquestadas por el presidente, y expresiones o eslóganes tales como que si votaban al candidato Biden estarían abriendo las puertas a la instauración de un régimen comunista. Esta calificación es especialmente grave en un país como los Estados Unidos, según lo pude comprobar durante mi larga estancia allí. Ya el mote de socialista dispara las alarmas, con lo que el recuerdo de la Rusia comunista es como mentar la bicha. Durante los casi doscientos cincuenta años de vida del país se ha alimentado profusamente la idea del llamado sueño americano, esto es que si una persona trabaja duro se elevará socialmente y podrá llevar una existencia desahogada económicamente.

Esta ensoñación, que si en algún momento tuvo visos de verdad, ha ido desapareciendo a medida que se aceleraba la desigualdad entre los más ricos y las clases populares, negando a éstas la igualdad de oportunidades y el ascensor social. La acumulación de riqueza, especialmente en torno al capitalismo financiero de Wall Street, ha sido escandalosa. Este factor, unido al rechazo de elementos de redistribución de las rentas a través del sistema impositivo, no ha hecho sino agravar el problema, ampliando el foso entre las clases sociales y contribuyendo así a la polarización. Los salarios de los trabajadores sin estudios universitarios han quedado, en general, estancados durante muchas décadas, con el consiguiente malestar de éstos.

Todo esto, unido a las notorias carencias de su sistema sanitario, muy alejado del europeo, que intentó paliar, aunque tímidamente, Obama; la inexistencia de instituciones de enseñanza de referencia auspiciadas por el Estado, y ausencia de becas universitarias suficientes, sustituidas por onerosos préstamos bancarios que representan una pesada mochila por décadas, a veces, para muchos profesionales, han sido factores de disrupción, dando por resultado una sociedad dividida alarmantemente y carente de la necesaria cohesión y propicia, por tanto, a toda clase de populismos y desconfianza en definitiva en las instituciones políticas.

El problema de la polarización creciente reflejada en el ambiente de estas elecciones es un síndrome que parece haber venido para quedarse y que ha sido agravado por la irresponsabilidad, o mejor amoralidad de Trump, pródigo en mentiras y medias verdades, ampliamente difundidas por las redes sociales. La situación es tal que algunos de los medios de prensa y autores más ponderados, en los EEUU o en el mundo en general, hablan de riesgos y peligros ciertos para la democracia, o incluso de un posible intento de secesión o guerra civil.

De todas maneras, con independencia de esta situación puntual, se están comprobando de nuevo fallos evidentes en la arquitectura institucional del país, que requerirían una profunda reforma constitucional. Tal es el caso del papel del Senado, rabiosamente partidista en temas como los nombramientos en organismos tan sensibles y poderosos como el Tribunal Supremo. Las dos varas de medir están al orden del día entre los senadores republicanos, quienes impidieron con su mayoría por puro obstruccionismo partidista el nombramiento de un juez por Obama, cuando faltaba todavía casi un año para terminar su mandato, y sin embargo han apoyado con descaro el nombramiento de una juez nombrada por Trump cuando faltaba solamente unas semanas para las elecciones. Una conducta propia de tahúres indignos, como también se demostró en el fallido intento de impeachment del presidente.

Todo esto lo ha realizado una institución con gravísimos déficits democráticos, pues al tener todos los estados, tanto los apenas poblados como los muy poblados como California o Nueva York, los mismos dos senadores, se da la circunstancia de que los votos de los residentes de los dos Dakotas (Norte y Sur), y otros varios estados, con en torno a 800.000 habitantes cada uno, valen desproporcionadamente más que los de los californianos con 39 millones de ciudadanos y otros muy poblados. El cupo de dos para todos los estados es una negación flagrante del principio consustancial de la democracia: un hombre, un voto.

La actitud obstinada y temeraria de Trump, al no reconocer que ha perdido las elecciones y jugando a ser víctima y mártir de delirantes conspiraciones contra él, que paradójicamente tiene todavía todos los resortes del poder, es una gravísima señal para el sistema democrático, tanto en los EEUU como en el mundo en general.

El voto por correo ha sido el que ha dado el triunfo al aspirante demócrata, para consternación e ira del actual presidente, quien ha denunciado la existencia de fraude