omo escribía hace poco Carlos Boyero (El País, 12 de diciembre de 2020), "solo los niños, los locos y los borrachos pueden permitirse el lujo de que no haya filtro alguno entre su pensamiento y su boca. La tal Ayuso, al parecer tampoco precisa de filtro". A esa carencia de filtro debemos una de las muchas perlas con las que suele obsequiarnos y que nos revelan cuáles son sus ideas más hondas. Dijo hace poco Isabel Díaz Ayuso: "La ley es para todos la misma, pero no todos somos iguales ante la ley". Y le advertía al diputado de la Asamblea de Madrid a quien replicaba: "El rey don Juan Carlos no es como usted, ni muchísimo menos".

Como la afirmación de la presidenta de la Comunidad de Madrid se opone frontalmente a lo que dicen la Constitución española (Art. 14: "Los españoles son iguales ante la ley") y la Declaración Universal de Derechos Humanos (Art. 7: "Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley"), su consejero de Justicia, Enrique López López, salió al rescate y explicó que el principio de igualdad que establece la Constitución no es tratar a todos igual, sino que "es tratar igual a los iguales y desigual a los desiguales".

Tanto la señora Díaz Ayuso como el señor López López, al que tampoco le funciona siempre el filtro entre el cerebro y la lengua, y bastante gente más que les vota, tienen cierta concepción sobre los seres humanos que fue la general hasta el siglo XVIII. Entonces una convención de delegados de la colonia británica de Virginia tuvo la desfachatez de rebelarse contra el rey Jorge III y proclamar que "todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes". Pocos años después, la Asamblea Nacional francesa se atrevió a añadir que "la ley es expresión de la voluntad de la comunidad" y que "debe ser igual para todos, sea para proteger o para castigar". No es extraño que el rey Luis XVI acabara dándose a la fuga, aunque fue detenido y algún tiempo después guillotinado. Esas perturbadoras ideas sustituyeron a las que estaban en boga en el Antiguo Régimen, que no todas las personas eran iguales y que las leyes no eran las mismas para todas, ni muchísimo menos. Había leyes para la nobleza, había leyes para los plebeyos, había otras leyes para los eclesiásticos, había otras para los esclavos o para los extranjeros. Para el rey, no, no había leyes, estaba por encima de ellas. Jean Bodin, uno de los principales teóricos del absolutismo, explicó que la igualdad era mala porque "no hay mayor odio ni más capitales enemistades que entre los que son iguales, y la envidia entre ellos es el origen de las sediciones y guerras civiles. Y al contrario el pobre, el pequeño y el débil se pliega y obedece de buena gana al grande, al rico y al poderoso por la ayuda y beneficio que del espera". Una sociedad de señores y siervos era el ideal de aquellos tiempos.

Esa antigua mentalidad persiste en algunos, anclada en la idea de que no todos somos iguales ante la ley (fuera de la ley es obvio que somos todos desiguales, con nuestro ADN característico, nuestras huellas dactilares, nuestra talla, peso, constitución, color de piel, ojos y pelo, incluso con nuestras propias ideas y pensamientos). Muchos siguen pensando que hay personas iguales y personas desiguales. Hay gente de más calidad, hay gente que se merece ser mejor tratada por la ley, disfrutar de más derechos que otros. Hay gente superior y gente inferior. Por eso Díaz Ayuso y López López dicen lo que dicen, no creen en esa doctrina de la igualdad que les debe de sonar demasiado bolivariana (y, en efecto, Simón Bolívar dijo que "los hombres nacen todos con derechos iguales a los bienes de la sociedad").

Al señor López López le traiciona el subconsciente cuando, explicando el principio de igualdad, habla de personas iguales y de personas desiguales. La música le suena, pero le ha cambiado la letra a la canción. El señor López López conoce bien lo que ha dicho el Tribunal Constitucional al respecto porque es jurista "de reconocida competencia" y en tal condición fue elegido como magistrado de esa institución (lástima que tuviera que dimitir tras haber sido denunciado por saltarse un semáforo en rojo conduciendo una moto sin casco y con un nivel de alcoholemia en sangre que cuadruplicaba el límite superior que la ley que él tan bien conoce permite), pero lo ha deformado un poquito para acercarlo a sus ideas. Lo que tiene explicado el Tribunal Constitucional, entre muchos otros órganos judiciales, es que "el principio de igualdad significa que a los supuestos de hecho iguales deben serles aplicadas unas consecuencias jurídicas que sean también iguales; y que para introducir diferencias entre los supuestos de hecho, tiene que existir una suficiente justificación de las diferencias" (Sentencia 49/1982, de 14 de julio). Y aclara más la cuestión el Tribunal Constitucional diciendo lo siguiente: "Sólo se establecerá un trato legal desigual sobre supuestos de hecho que sean en sí mismos desiguales y para la sola finalidad de contribuir al restablecimiento o promoción de la igualdad real de todos los españoles ante la ley" (Sentencia 3/1983, de 25 de enero). Lo que son desiguales son las situaciones en que se encuentran las personas, los supuestos de hecho a los que hay que aplicar la ley, no las personas. Pero esto resulta demasiado sutil para quienes parten de la concepción de que las personas son desiguales, quienes creen que ni Jorge III, ni Luis XVI, ni Juan Carlos I son como usted, ni muchísimo menos.