l garito se llamaba Shanghái. No se molesten en buscarlo, cerró hace muchos años. Estaba en la calle Mártires de la Patria, hoy Castillo de Maya, a la altura de lo que un tiempo después sería Chaston o quizá Mendi Kirolak. No tenía nada de particular, era uno de esos bares del Segundo Ensanche que, a diferencia de las tascas y chiscones que enfilaban la ruta tabernaria del Casco Viejo, éste gastaba mostrador de acero, camarero con chaquetilla blanca y esa clientela de clase media que comenzaba a abrirse paso entre la espesa bruma del tardofranquismo. Lo más exótico del Shanghái era el dragón rojo que tenía pintado en su pared a la entrada del local. No me llevó mucho tiempo decidirlo, caía la madrugada, centelleaba una fina cortina de aguanieve y era el único neón que encontré encendido en aquella Nochevieja de hace décadas.

Al final de la barra, había una cáfila de parroquianos ataviados con tiras de espumillón y gorritos acharolados enfrascados en una cháchara vocinglera. Encaramada en un rincón del local, la televisión mostraba a Tip y Coll largando una retahíla de chistes en el programa más largo del año, aunque nadie allí le prestaba atención. Me acodé en la barra, saludé al baranda con un lacónico feliz año y le pedí una copa de Terry. Con aire escrutador, el tipo me preguntó si estaba recién licenciado. Quizá fue mi juventud o el corte a pelo tazón lo que le indujo a ello. Le respondí que me quedaba más mili que al palo de la bandera. En realidad, estaba de permiso y el día de Reyes me tenía que reincorporar al Regimiento de Artillería 42 de Córdoba. Mis palabras le debieron conmover, o tal vez le dieron lástima. Lo cierto es que, junto a la copa de coñac, el hombre me tendió un platillo de garrapiñadas y un puro, uno de aquellos Álvaro que solían obsequiarse en los convites. Agradecido, rasgué el envoltorio de celofán, mordí el extremo del cigarro, lo encendí y me dispuse a echar humo como si no hubiera un mañana.

Fue entonces cuando el baranda decidió sumarse a la fiesta. Se sirvió un lingotazo de Larios, emboquilló un Ducados y chocamos las copas por el año recién estrenado. El menda, que debía frisar los cuarenta, me confesó que a él le tocó en El Aaiún. Aquello sí que era chupar mili, respirando arena del desierto y engullendo un rancho que no se lo echaría ni a un perro, y todo servido a temperatura ambiente, 40º. Por suerte€ -continuó con verbosidad-, esa época ha terminado. Las cosas ya no son como antes. La gente sabe lo que quiere y lo resuelve en las urnas. Las asonadas pertenecen al pasado y un día de estos el terrorismo tendrá que claudicar. Dicen que no hay mal que cien años dure. Además, tarde o temprano Europa nos tendrá que recolocar en el mapa. No se entiende el Viejo Continente sin España y Portugal€

Entre sorbo y sorbo, fui asimilando el soliloquio que el baranda iba disertando con ánimo locuaz, como si quisiera ponerme al día por mor de mi letargo cuartelero. Y no le faltaba razón, no tenía yo una idea muy clara de cómo giraba el mundo al margen de retretas, imaginarias, faginas o de las melopeas que caían en el hogar del soldado. Así que, mientras me echaba al gaznate el resto del coñac, me apresté a decirle que quizá tuviera razón, que teníamos la suerte de cara y que deberíamos brindar por ello€

No había hecho yo ni acabar la frase, cuando el hombre, encorsetado en su chaquetilla almidonada y el cigarrillo en una esquina de su boca, se apresuró a rellenar las copas por cuenta de la casa. A partir de ahí, los dos nos zambullimos en una ceremonia etílica, elogiando las virtudes venideras de la democracia y la esperanza en un futuro mejor y más próspero, mientras íbamos despachando los licores y el tabaco.

Cómo acabé aquella Nochevieja, no lo recuerdo. Pero en algún momento tuvo que ser, ya que pocos días después me hallaba alineado en formación en mi regimiento, esperando con paciencia franciscana el momento de agarrar la blanca (cartilla militar del licenciado, para los que no hayan vivido otro siglo que éste), hacer el petate echando leches y volver a casa sin despedirme ni del centinela de la garita.

A pocas fechas de liquidar este fatídico año, días atrás pasé por Castillo de Maya. No serían más de las 10 am., pero el ambiente destilaba ese ajetreo propio de la Navidad, aunque estas fiestas no serán como las de antes. Es diciembre, hace un frío del carajo y las restricciones impuestas por la pandemia obligan a tomarse el café en recipiente desechable y a la intemperie. Así las cosas, me acomodé como mejor pude en un banco frente a Copyprint y, mientras acariciaba el vaso humeante, observé la panorámica hasta donde alcanzaba mi vista. La acera parecía haber perdido su compostura original. Peatones embozados con mascarillas se abrían paso con bolsos y paquetes. Un patinete eléctrico sorteaba al personal con arriesgadas piruetas, que por poco no acabó envistiendo a unas jovencitas embobadas en las pantallas de sus móviles. Detrás, el tráfico circulaba como una manada de reses camino del chiquero a ritmo de bocinazos y acelerones discontinuos. Los únicos avispados que lograban sortear la congestión eran los riders de Glovo, con sus grandes mochilas de comida a domicilio. A mi derecha, un par de mujeres de edad imprecisa, pañuelos anudados a la cabeza, refajos, alpargatas y un destartalado cochecito de bebé que usaban como carromato, hurgaban con bastones entre el desperdicio de los contenedores. Entretanto, el ánimo que latía la calle oscilaba entre el milagro de las vacunas, el pánico a la tercera ola o el dilema metafísico de cómo salvar la Navidad.

Sentado en el banco e inmerso en el espectáculo de la ciudad, algunos oxidados recuerdos fueron liberándose de mi memoria. La tienda de fotocopias que tenía enfrente, alguna vez albergó la librería El Parnasillo. Y el solar de Chaston, ahora lo ocupa una clínica maxilofacial revestida de metacrilato y lucecitas led. Juraría que era ahí donde años atrás se situaba el bar Shanghái, aquel santuario con dragón incluido en el que una remota Nochevieja crucé el Rubicón del nuevo año entre brindis, conversaciones desinhibidas y buenos augurios. Con la perspectiva que te da la edad y el lastre de algunos achaques, no es difícil apreciar que el mundo ha cambiado, sin duda a mejor, aunque no me atrevería a expresarlo con eufórico entusiasmo.

Cuando me quise dar cuenta, el café estaba frío y mi nariz, a punto de congelarse. Así que me coloqué la mascarilla, alcé el cuello de mi abrigo y arrojé el vaso de cartón al contenedor verde. Para entonces, las romanís ya se habían marchado con viento fresco y con su carrito atiborrado de chatarra. Esa gélida mañana me pareció un signo de estos tiempos volátiles.

Días atrás pasé por Castillo de Maya. No serían más de las 10 am, pero el ambiente destilaba ese ajetreo propio de la Navidad, aunque estas fiestas no serán como las de antes

Con la perspectiva que te da la edad, no es difícil apreciar que el mundo ha cambiado, sin duda, a mejor, aunque no me atrevería a expresarlo con eufórico entusiasmo