l navegante portugués Fernando Magallanes, capitán de una empresa marítima de cinco naves con una tripulación de unos 250 hombres entre los que se encontraba el vasco Juan Sebastián Elkano, partió el 20 de septiembre de 1519 del puerto de Sanlúcar de Barrameda rumbo a las Indias Orientales. El propósito de la expedición, financiada por la Corona española y los banqueros Haro y Fugger a un coste estimado en unos 1,5 millones de euros actuales, era encontrar el punto de unión de los océanos Atlántico y del Sur, avistado por Vasco Nuñez de Balboa en 1513. Se trataba, además, de redactar cartas de navegación de territorios inexplorados, de la conquista y evangelización de pueblos encontrados al paso, monopolizar el comercio de las especias. De esa empresa nacería un imperio donde no se ponía el sol, y dio comienzo a lo que hoy llamamos globalización.

La expedición duró tres años y veinte días y tuvo su narrador, Antonio Pigafetta. Destaco el 28 de noviembre de 1520, cuando las naves, tras un año de navegación, atravesaron el término sur del continente americano, dirigiéndose al oriente del mundo. La tripulación padeció hambruna y sed, enfermedades como el escorbuto, protagonizó, en su desesperación, motines y ejecuciones, la deserción de una de las naves. En el cuaderno de bitácora del capitán se inscribieron el nombre nuevo de los estrechos y del océano avistado, el del sur que denominaron Pacífico, descubriendo para la Historia a pueblos como los patagones, gigantes de grandes pies que encendían hogueras en la infinita pampa helada.

Fue la primera circunvalación al mundo, la que demostró su redondez y movilidad en el universo. Antes de Magallanes y Elkano la tierra apenas era un paquete estático alumbrado por un sol domesticado. De estar amenazados por cascadas y animales furibundos que marcaban el fin del espacio y el término de cualquier acción exploradora humana, pasamos a la conciencia de habitar un planeta con movimiento alrededor del sol. Eso volvió a la humanidad audaz. Tanto que intentó, siglos después, colonizar la luna.

De la expedición original regresaron Elkano y dieciocho hombres un 8 de septiembre de 1522. De las luego denominadas Filipinas, donde encontró la muerte Magallanes en guerra contra sus habitantes, el capitán vasco enrumbó la nao Victoria por el océano Índico y Atlántico, arribando al puerto de donde zarparon, Sanlúcar, casi desnudos pero con cirios en la manos, agradeciendo el don de la vida y del retorno. Lejos quedó la refulgente estrella del Sur, que fue apagando su luz mientras las naos, rompiendo con sus proas las olas oceánicas, dejaron atrás el desolado polo celeste sur para dirigirse a la cálida tierra donde florecían la canela, la nuez moscada y el clavo de olor.

En una historia estudiada en mi niñez uruguaya, Magallanes fue el primer explorador europeo en avistar lo que hoy es el río de la Plata, y a su recuerdo, regreso a mi circunvalación particular, la que todos tenemos en el corazón. La visión de un ideal, el largo y doloroso trajín por conseguirlo desde puntos de vista diversos, políticos, económicos y religiosos, las vicisitudes sufridas en cada derrota y el valor de cada alzamiento, el esfuerzo en cada paso adelantado y el empeño de regreso al puerto de partida, cumplido el objetivo.

Me siento como uno de los miembros de esa tripulación, en la que no hubo mujeres, en el momento de atravesar el estrecho, en la zona extrema de Chile, donde el día en invierno tiene seis horas de luz, con sus corrientes y vientos peligrosos, donde las aguas no se hielan pese a que se percibe el helado aliento antártico. Es como estar, salvadas las distancias, en este invierno que nos comienza en Euskadi, amenazado por la pandemia que nos azota y azota al mundo y parece rebrotar. Hemos soportado, cruzando primavera, verano y otoño, el asedio del enemigo invisible, llorando por los seres que han partido, temerosos por los que quedan, reduciendo las palabras y las canciones, los besos y los abrazos, temiendo que el aire invisible que nos rodea nos enferme. Nos sentimos vulnerables. Y hemos creado una civilización que nos incita a sentirnos inmortales.

Deambulamos perplejos por la tierra inhóspita, avistamos el contrincante gigante pero invisible sin su aureola de fuego, atravesamos temerosos las aguas gélidas del estrecho donde los lobos marinos gruñen amenazadores ante nuestra presencia..., pero a lo lejos, más allá del estrecho, parece surgir la esperanza con el anuncio de una vacuna que promete rebajar el rigor de la epidemia para permitirnos la acción temeraria que ahora sabemos esencial, de abrazar de los seres amados, susurrar a sus oídos palabras de amor. No hay nada mas importante.

Somos Humanidad y soñamos. Somos Humanidad y fracasamos y erramos. Somos Humanidad y penitenciamos. Somos Humanidad y tratamos de mejorar y resurgir. Parece que vamos dejando atrás el Cabo de Hornos y su oleaje abrumador y el desierto áspero de Tierra de Fuego, que nos adentramos en la calma de un océano a descubrir, que quizá, gracias al milagro de una vacuna que ha significado un gigantesco y singular trabajo de cooperación e investigación en tiempo récord, podamos recobrar la salud y la risa, claves de la felicidad en esta circunvalación en la que estamos empeñados, principio y fin de nuestra existencia.

La autora es bibliotecaria y escritora