uizá los de mi generación estemos, como el rey Lear, superados por el tiempo. Y es que nuestro espíritu político se forjó en aquellos tiempos en los que contra Franco se vivía mejor. Tiempos de lucha clandestina, durante los cuales acudir a una manifestación no solo era dar pública cuenta de una resuelta voluntad de trasformar la sociedad, sino que también suponía una arriesgada aventura que podía dar con tus huesos en comisaría. Nuestra generación no tuvo maestros, más aun se hizo contra ellos. Fuimos la generación romántica y contestataria que bebía de las metáforas de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, los poetas malditos, cuya imagen se asociaba a la de un escritor conflictivo, de vida desordenada y proclive a utilizar el alcohol como motor de su creatividad. Y nuestros pulmones respiraban el existencialismo parisino de los cafés de Saint-Germain-des-Prés. En efecto, París y su mayo del 68 era nuestro referente. Su luz festiva y bohemia, que se despertaba fascinada con las pinceladas impresionistas de Renoir, actuaba como un eficaz lenitivo, pero cuando cesaba su efecto, la vida reaparecía con toda su aspereza. Y entonces, en La Rotonde, pretencioso y literario café de Montparnasse, resurgía la náusea sartriana, caótica y helada, que nos impelía a romper con los confortables esquemas en los que hipócritamente vivíamos instalados. Hace cuarenta años que enterramos a Sartre en el cementerio de Montparnasse, aunque no del todo. Y digo que casi lo enterramos porque lo suyo no fue una esquela definitiva, un panteón que se cerraba para siempre, un filósofo que se hundía nocturnal en las aguas del Sena, pues El ser y la nada sigue ahí, inquietando y reivindicando la dimensión absoluta de la libertad humana. Sartre se opuso tenazmente a ese moralismo hipócrita, melancólico y burgués, a ese pensamiento moralizante que, en cuestión de libertades, no había ido más allá de Galerías Lafayette. Así, Sartre, al otro lado de los Pirineos, nos importunaba con el abrumador peso de la libertad, con la desdicha de nuestra contingencia y el fastidio de nuestra inevitable finitud. El existencialismo nos incomodaba desde su filosofía, impregnada de la angustia que produce vivir sin sentido, sin propósito y sin finalidad alguna. Y es que la vida, con la voz desgarrada de Juliette Greco, era una pasión inútil que, pese a todo, había que vivirla, pues merecía la pena. En fin, el París de los bouquinistes, curtidos por el viento y las heladas, el París de Albert Camus y de André Malraux, se abría ante nuestros ojos impactante, democrático y envidiable. Y contemplarlo arrellanado en el Café Le Buci, en el corazón del Barrio Latino, donde el existencialismo incitaba al inconformismo y a combatir contra nuestra sociedad dictatorial, leucémica e inmoral, era una ilusionante y reconfortante experiencia.

Leímos El segundo sexo de Simone de Beauvoir, que quebró nuestro machismo convirtiéndolo en chatarra para desguace mientras nuestras conciencias se fraguaban con la mareante utopía, con las revoluciones imaginarias, la insurrección sesentayochista de París, las canciones de los Beatles?, la poesías de Neruda, y con un miedo común, hijo de la brutalidad del régimen franquista. Entre tanto, Bob Dylan llegaba al barrio de Greemwhich Village de Nueva York, convertido en el cuartel general de una nueva bohemia decidida a cambiar la sociedad mientras Alfredo Di Stefano ganaba cinco copas de Europa seguidas, Federico Martín Bahamontes ganaba el Tour de France y Manolo Santana obtenía la primera Roland Garros. Luchábamos contra una dictadura que había convertido al país en una sociedad inculta, conformista y sumisa. Esperábamos ingenuamente a Godot y a Beckett, buscábamos el tiempo perdido de Marcel Proust y nos íbamos de fiesta con Hemingway, comiendo bocadillos de txistorra en aquella bodega de toda la vida, la Servicial Vinícola. Luchábamos contra una ridícula y superficial concepción de la historia que pretendía hacernos creer que éramos la reserva espiritual de Ocidente. No en vano Franco, el césar visionario, caminaba bajo palio, dejando a Jesucristo a la intemperie. Somos la generación de la chaqueta de pana, del sueter de cuello vuelto, del pantalón vaquero y de la bufanda arrollada al cuello, la generación que reivindicaba la libertad sexual postulada Wilhelm Reich, que comenzaba con una prohibición: prohibido prohibir. Era frecuente ver nuestros dormitorios decorados con un póster del Che Guevara, o con la famosa serigrafía de Andy Warhol en la que se veía a Marilyn Monroe. Al final, superada la dictadura, un mañana de color multitud, las banderas y las pancartas, alegres y populares, pusieron algo nuevo y festivo en las calles de Pamplona. Había llegado la ansiada democracia, aunque pronto descubrimos que la libertad y la utopía tenían un nuevo adversario, el neoliberalismo, en el que unos pocos contabilizaban sus logros sobre la amputación de la vida de la inmensa mayoría. Dijo Diego Saavedra, escritor español del siglo XVII, que "rendirse a la adversidad es ponerse de su parte". Hay, por tanto, que seguir resistiendo, y ahí estamos, batallando contra la injusticia. Y si no, como dijo Rick en el mítico final de la película Casablanca: siempre nos quedaría París.

El autor es médico-psiquiatra y presidente del PSN-PSOE