n 1922, Wittgenstein, en su Tractatus, escribió una célebre frase que influyó notablemente en los planteamientos de la lingüística y, en concreto, de la filosofía del lenguaje: "Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo". En efecto, tal y como propone Wittgenstein, existe una incuestionable vinculación conceptual entre lenguaje y mundo, en tanto en cuanto el lenguaje y su estructura establecen una relación con lo óntico, con el ser, con la representación lógica, cuyos límites son consustanciales a los límites del mundo. Estas leyes lógicas, mundanales, deben cumplir, al igual que el lenguaje, un principio vertebrador esencial: la coherencia. Nuestra forma de proyectar y de ver el mundo se ve condicionada, pues, por nuestro lenguaje: nuestro lenguaje da sentido al mundo y nuestro mundo da sentido a nuestro lenguaje. Hablamos, entonces, de cómo la pobreza lingüística puede repercutir en nuestro día a día. La irrupción, entre otros tenores, de las redes sociales, ha conllevado una relajación y una creación de una lengua oral escrituralizada que queda lejos de la riqueza lingüística de nuestros idiomas. El ser humano se encuentra encerrado en su jaula lingüística, que limita su libertad como individuo que forma parte del mundo. Y, a su vez, está construyendo un mundo limitado, puesto que lenguaje y mundo están conceptualmente vinculados.

En efecto, no cabe duda de que el lenguaje es un sistema vertebrador del mundo, de nuestra sociedad y nuestra cultura. Pero no solo el lenguaje en sí mismo, sino la riqueza que encarna. Nuestras sociedades son lo que nosotros construimos; nosotros, seres humanos cuya única diferencia con otras especies radica en nuestra condición de Homo loquens o animales parlantes (V. Escandell). El existencialista Samuel Beckett ya fue consciente de los límites que creaba el lenguaje en la construcción del mundo. En su obra más destacada, Esperando a Godot, plantea irónicamente un lenguaje sin referente y un discurso de autodestrucción que se marca en la ausencia de posibilidad lingüística y comunicativa. Ahí está la raíz del asunto: Becket plantea la incapacidad del lenguaje del siglo XX de conocer la realidad y, por tanto, de establecer una verdadera comunicación. El lenguaje inarticulado de su obra, que vendría a representar el lenguaje del siglo XX, construye la lógica absurda del sinsentido, bien lingüístico, bien mundanal. Y este lenguaje, en resumidas cuentas, torpedearía la intercomunicación entre los seres humanos, que pasaría a ser absurda, insustancial y anodina.

Queda claro que la pobreza lingüística es parte de la sociedad surgida tras las revoluciones industriales y la implantación de la economía de mercado como sistema económico imperante. Luis Martín Santos, en Tiempo de silencio, habla de una pobreza lingüística inherente a (y consecuente de) una sociedad alienada. El autor defiende la riqueza del lenguaje como forma de despertar al individuo alienado (de ahí su proposición de un barroquismo estético que muestre las carencias lingüísticas y, por tanto, sociales y culturales del mundo que le rodea).

Pero si bien el lenguaje es esencial para la construcción de la sociedad y para que exista un verdadero vínculo entre el yo y el mundo (recordemos las famosas palabras de Ortega y Gasset: "Yo soy yo y mi circunstancia"), también es cierto que el lenguaje es esencial para el desarrollo cognitivo y metacognitivo del ser humano. "No sé con qué decirlo, porque todavía no está hecha mi palabra" (Eternidades, Juan Ramón Jiménez). Juan Ramón Jiménez ya menciona uno de los aspectos más básicos de la palabra, del lenguaje en el propio yo: la riqueza lingüística (sintáctica, semántica, léxica, etcétera) crea redes y esquemas que facilitan el desarrollo individual de las personas. Pero, ¿qué tiene el lenguaje que permite al individuo desarrollarse de tal manera? Esta facultad, una de las pocas que nos distingue de otros animales, no solo favorece la creación de una capacidad cognoscitiva (conocemos porque pensamos y pensamos lingüísticamente, representando nuestros pensamientos en forma de palabras), sino también metacognoscitiva (pensamos sobre el pensamiento, sobre nuestras facultades como humanos).

Nadie cuestiona, entonces, que lo social, lo cultural, lo mundanal, lo cognitivo y metacognitivo son parte esencial del ser humano. No obstante, solemos exiliar una parte esencial del ser humano: el aspecto emocional. Rousseau, en su Diccionario de música, proponía una concepción del lenguaje como instrumento esencial del desarrollo y la expresión emocional: "para infundir en los demás la emoción que nos arrebata cuando les hablamos, es necesario hacerles que comprendan aquello que decimos".

Ya hemos visto, pues, algunos de los valores de la eficacia comunicativa, que está estrechamente ligada a la riqueza de nuestro acervo lingüístico: mediante el lenguaje construimos el mundo, sus culturas y sus sociedades; establecemos relaciones con otros seres humanos, lo que nos otorga la condición de animales sociales; y nos permite desarrollar capacidades cognitivas, metacognitivas y emocionales que nos distinguen de otros animales. Cuando intentamos explicar algo y soltamos esa famosa frase de "no me salen las palabras", estamos siendo testigos de la ineficacia de nuestra comunicación. ¿De verdad cree la sociedad que puede vivir sin profesores, sin lengua y sin filología?

El ser humano se encuentra encerrado en su jaula lingüística, que limita su libertad como individuo que forma parte del mundo

Nadie cuestiona, entonces, que lo social, lo cultural, lo mundanal, lo cognitivo y metacognitivo son parte esencial del ser humano