ese 30 de junio del año de desgracia del Señor de 1521, con luna llena, lo debemos recordar con luto. Lucharon los nabarros contra sus invasores por recobrar la independencia del reino, rematando diez años de frustradas insurrecciones tras la conquista de Fernando el Católico en el año de desgracia de 1512.

En la parte central del reino, en la campa de Noain, se libró tal mala suerte. Las tropas de Castilla y Aragón sumando 30.000 hombres, enroladas con vencidos de las guerra comunera -se les prometió perdón por su pecado reclamar más comercio y menos Inquisición-, de beamonteses nabarros, alabeses, bizkainos y gipuzkoanos vueltos a reclutar, al mando de Iñigo Fernández de Velasco, condestable de Castilla, y Antonio Marqués de Lara, virrey castellano de Nabarra.

Se enfrentaron a 10.000 hombres entre francos, gascones y nabarros, al mando de Andrés de Foix, capitán Asparrots. Venció la matemática de la proporción y la práctica militar del contrario. Asparrot, quien encabezó la conquista de Iruña en el glorioso mayo de 1521 dando por restaurado el reino, impaciente marchó a Logroño para devolver a Nabarra lo que suyo fue, pero perdió en su diligencia hombres, fuerzas y tiempo, lo que favoreció la acción del enemigo que se pertrechó.

Al principio de la batalla de ese desgraciado 30 de junio de 1521 sorprendieron los nabarros con un ataque desorbitado, barriendo la primera fila de formación enemiga cuya reacción fue contundente: atacaron por la sierra de Erreniega a cañonazos sobre el flanco y retaguardia nabarras, logrando su derrota. Asparrots combatió heroicamente pero un lanzazo en la cabeza lo dejó ciego. Se entregó prisionero a Francés de Beaumont, dirigente de los nabarros beamonteses.

5.000 hombres yacían en la campa de Noain tras la batalla. Abiertos sus ojos acristalados en una mirada de estupor e impotencia, quebrados piernas y brazos, desparramadas sus vísceras entre la piel desgarrada por el acero de las espadas y la pólvora del cañón, un reguero de sangre púrpura coagulada señalaba como sombra nefasta lo que fueron: jóvenes que soñaron, rieron, amaron, cantaron, bailaron. Agricultores, campesinos y ganaderos, devenidos de Aoitz, Baztan Lizarra, Zangotza, Ronkal, Tudela... de la montaña nevada, de la ribera soleada, ellos, promesa de futuro, acudieron a la llamada del apellido y combatieron con el propósito de devolver a Nabarra su independencia, prenda de inmenso valor, como lo lamentaría cuatrocientos años después Jarauta, el cantor de Monteagudo.

¿Cómo mirar a los ojos de sus progenitores para decirles que sus hijos yacerían para siempre en una tierra que quisieron liberar y no pudieron hacerlo? ¿Que su preciosa vida dependió de un sol inclemente, de una llovizna inoportuna, de una hora inadecuada, de una decisión destemplada, de las balas de poderosos cañones, de la estrategia de un ejército invasor superior comandado por oficiales veteranos y competentes en semejantes conflictos?

¿Cómo enfrentarse a los progenitores castellanos de los muertos en una batalla que no les convenía, en tierra que desconocían, a las órdenes de un emperador contra quien se levantaron primero porque rechazaban su prepotencia? ¿Quien llevaría esos muertos a los cementerios de Villalar? ¿Que decir de los franceses y gascones muertos en la trifulca sin saber porqué estaban ahí? ¿Y de los baskongados que debieron jugar un partido de pelota en las salinas de Noain pero nunca atropellar a sus hermanos?

¿Cómo contar a las generaciones futuras que no somos reino independiente porque hubo una parte de nabarros que no lo quiso? ¿Que en esa guerra lucharon baskos, unos contra otros, sin advertir que valía la pena luchar juntos por el Reino y su magnífica Constitución, avanzada para una Europa empeñada en la unión forzada de cruz y espada? En el mandato de unos sobre otros.

Los Fueros no son concesiones de ningún rey, existían anteriormente como norma de convivencia entre baskones. Las Cortes de Nabarra mantenían estamentos de nobleza, eclesiástico y pueblo. Que el rey o reina debían jurar conservar los Fueros, mejorarlos que no empeorarlos, impedido de declarar por sí mismos la guerra ni hacer la paz, ni ningún hecho de importancia sin la anuencia del Consejo. Que los nabarros no podían ser juzgados sino por los Tribunales del Reino ni detenidos sin mandato judicial. Que sus hogares eran inviolables. Tenían derecho a asilo. A sufragio activo y pasivo. Exentos del servicio militar. Los tributos a pagar, reglamentados por las Cortes. El Pirineo paso de tránsito humano y mercantil, no muralla cañonera.

Semejante marco jurídico igualaba a todos, que juntos eran más que el gobernante y cada uno de ellos como él. ¿Por qué se volvieron contra nosotros una parte de los nuestros? ¿Por qué era carga inconveniente para sus intereses personales? No aceptaron que la libertad se conforma con la responsabilidad de cada uno de los habitantes de una nación. Nadie es más que nadie, pero eso cuesta un formidable trabajo de conciliación social.

Arrebataron el pendón del rey Enrique, botín de guerra simbólico. Se llevaron prisioneros para escarmentarlos, pero se salvaron los hermanos Jaso Azpilikueta, escabullidos entre la niebla de la batalla, refugiados en Amaiur y Hondarrabia, últimas plazas del Reino. Nuestras arrano beltzak se retiraron asqueadas del ruido de la pólvora, horrorizadas del grito agónico de los hombres, confundidas de la enorme tragedia humana que se se consumó en Noain esa tarde maldita del 30 de junio de ese año maldito de 1521.

La autora es bibliotecaria y escritora