yer fui al teatro. Sentí que no fuera un teatro en su acepción más clásica, que no fuera un edificio decimonónico o de estructura griega con capiteles regios, que no mostrara la majestuosidad que se le exige a un teatro. El edificio es una especie de multicuadrícula casi roma en uno de sus lados, completamente negro con puertas de madera y grandes ventanales de cristal. Frío, yo diría de una gelidez paralizante. Está ubicado en el centro de mi ciudad y también su nombre es poco agraciado. Baluarte es su nombre y aunque puede entenderse por su proximidad con las murallas, no deja de ser un nombre feo donde los haya. En el exterior el piso está formado por baldosines rugosos muy incómodos que conducen a la puerta de entrada donde nadie espera. Las señoritas que toman las entradas están muy adentro esperando la llegada del público que siempre se conduce con una contenida ansiedad muy expuesta pese a todo. Nunca entenderé por qué no hay señoritos tomando las entradas o señores maduros como yo mismo y así de igual modo en el guardarropa como en la cafetería buffet donde sirven un café infernal. Esto puedo asegurarlo pues soy un experto en café. Es un vicio muy estimado del que nunca voy a desprenderme aunque nunca tomaré café en este lugar.

Llegué al teatro que no es un teatro en ómnibus. Los innumerables procesos de ubicación, estacionamiento en las cercanías o en cualquiera de las subplantas del parking desaconsejaban tomar el coche. Además, cada vez cansa más el hecho de conducir, enajena y uno no está ya para estas lides. Pude observar cómo la gente -ese racimo de personas- no se dirigía la palabra, ni siquiera una ínfima conversación banal. Todos viajaban asidos a sus telefonillos de mano, quién sabe si conversando con alguien o fingiendo una comunicación que no existía, que ya no va a existir. Jugando a juegos de guerra y destrucción o mirando fotografías que no representan el presente, a lo sumo muestran un presente continuo que ya va a acabar. Que acaba de una buena vez. Yo observaba a todo el mundo sin ningún pudor, también formo parte de ese racimo. En realidad me sentía exento, alguien ausente que mira. No me importaba nadie en concreto pero sí ese comportamiento mimético que hace poco tiempo hubiera sido impensable.

Ya en la sala comprobé que se habían esforzado. Si bien la apariencia exterior era un fiasco, el interior reunía todos los atributos de un teatro excepto, ¡ay¡, no había palco. Ninguna dama iba a dirigir sus anteojos al escenario o al asiento de un viejo amante sentado en la sala sin más consuelo que esa furtiva mirada. Se había eliminado la intriga, el teatro dentro del teatro, como no existían ya los duelos a pistola o los bailes de salón. Había un lleno total, ni una sola localidad estaba vacante y en estos tiempos de penurias me resultó extraño. Mi ciudad tiene al parecer, una clase con poder adquisitivo y además no exenta de cultura, sentido ético o gusto por la estética y los mensajes que el teatro envía desde otra realidad que no es la nuestra. Esto me alegró.

Qué decir de la obra. El que fuera de Shakespeare sin duda influyó en ese lleno y el hecho insólito de que hablara de nuestra tierra hubo de influir sobre manera. Nunca me he sentido cómodo dentro -ni siquiera ficticiamente- de la entretela mejor o peor expuesta de los siglos pasados. Es una deficiencia que admito. Esta obra narraba en un tono hilarante que agradecí, los vaivenes amorosos del rey Fernando de Navarra y su corte con la princesa Catalina de Francia. Desde un supuesto retiro espiritual que iba a durar tres años, la corte de mi tierra va a transgedir sus propias normas, en especial la más notoria de ellas: mantenerse sin contacto alguno con mujeres durante ese período de tiempo. No sé si Shakespeare quiso hablar de la flaqueza de la corte y del rey en especial o del poder intrínseco de la voluntad de apareamiento que todo lo vence. Estuvo bien. Los actores cumplieron, los técnicos también pero a mí me pareció una obra muy menor en un teatro que nunca será un teatro.

El autor es escritor