omos sectarios. Los seres humanos, en general, somos muy sectarios. No solo animales sociales, que eso está bien, vivir juntos, ayudarnos y compartir cosas, sino animales sectarios. Dice el diccionario que sectarismo es fanatismo e intransigencia en la defensa de una idea o una ideología, pero yo añadiría que también en defensa del propio grupo. Nos identificamos tanto con los nuestros, los de nuestra sangre, los de nuestra tierra, los de nuestro equipo, los de nuestras creencias, que somos capaces de defender lo indefendible si es a favor de ellos. Porque los nuestros siempre tienen razón, siempre son los buenos, siempre son los que tienen derecho, siempre son los agredidos. Bueno, casi siempre, algunas poquitas veces quizás se puedan equivocar, son humanos. Porque los nuestros se equivocan; los otros, los demás, los que no son los nuestros, son malvados. Los nuestros cometen errores, los otros cometen crímenes.

Por eso, cuando hay muertos de por medio, muertos matados, quiero decir, no los consideramos igual. Nuestros muertos, los de nuestro grupo, los de nuestra secta, son víctimas injustas, mártires, héroes caídos por la causa. Los muertos ajenos, los de los otros, son lamentables accidentes, daños colaterales, estadísticas, cuando no fenómenos inevitables, o merecidos, incluso actos de justicia o de venganza, que viene a ser lo mismo.

Por eso no nos duelen igual todos los muertos de cualquier guerra. Solemos elegir bando, aunque la guerra tuviera lugar hace siglos, o a muchos kilómetros de distancia. Si nos queda tan distante que no somos capaces de elegir bando, de saber quiénes son los nuestros, entonces no nos importa ningún muerto. Las batallas entre medos y asirios nos dejan un poco fríos. Pero solemos saber quiénes son los nuestros, aunque sea dos mil años después, acostumbramos a elegir bando instintivamente. Los nuestros son los irreductibles galos de una remota aldea que resiste a los romanos. O los irreductibles iberos, o vascones, o astures, o lusitanos. Nos compadecemos de los resistentes y auto inmolados defensores de Sagunto o Numancia, del traicionado Viriato, pero nada de los legionarios romanos muertos durante la conquista de Hispania, aunque la mayoría de ellos no habían nacido en Roma sino en la propia península ibérica. Nos duelen los patriotas muertos el 2 de mayo, sobre todo los fusilados al día siguiente en la montaña del príncipe Pío, pero nada los mamelucos degollados por la muchedumbre en la Puerta del Sol, igualmente retratados por Goya. Nos duelen los soldados aliados masacrados en las playas de Normandía el Día D, sobre todo si los vemos morir en Salvar al soldado Ryan, pero no nos duelen los soldados alemanes que también murieron como moscas en esa batalla.

Sobre todo somos intransigentes si los muertos son recientes y son cercanos. Dependiendo de quiénes sean los nuestros no nos duelen igual los fusilados en Paracuellos, en Badajoz o en Valcardera, aunque sepamos que en todos los casos fueron ejecuciones extrajudiciales, asesinatos por decirlo sin tapujos, injustas privaciones del derecho a seguir viviendo que no cabe justificar expresamente, pero que no hace falta poner en el platillo de una balanza, no vaya a ser que cada muerte pese lo mismo que las demás, ni recordar juntos, ni condenar a la vez. No nos duelen igual los muertos producidos por ETA o por el GAL. Ni siquiera cuando fueron muertos por equivocación, por accidente, muertos porque pasaban por allí, muertos a los que los verdugos ni habían planeado matar, muertos de los que ni siquiera se podía decir “algo habrán hecho”. No, no cabe recordarles juntos, como si todos los muertos y todos los vivos fueran iguales. En un caso fueron errores, en otro crímenes. Unos muertos son nuestros muertos y otros no.