rsula Von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, ha declarado recientemente que “para alcanzar la neutralidad climática necesitamos más energías renovables, además de la nuclear y el gas como energías de transición”. La ecuación, lanzada al hilo de la nueva taxonomía verde de la Unión Europea, que otorga a la nuclear y al gas la etiqueta de energías verdes, explicita una consideración que ha causado sorpresa e, incluso, estupor, entre los que creíamos que el debate en torno a la viabilidad de la energía nuclear como una fuente de recursos de futuro estaba superado política y socialmente.

Detrás de la nueva taxonomía de la Unión Europea subyace la pretensión de acelerar la transición acudiendo a todas las soluciones posibles para alcanzar los objetivos climáticos fijados, y más concretamente la neutralidad climática para el año 2050. Pero no debemos obviar que esta nueva clasificación se produce en un momento crucial en el reparto de los fondos Next Generation para la transición energética, las llamadas “inversiones sostenibles” desde el punto de vista climático, cuyos criterios para optar a las mismas, gracias a esta clasificación, se van a ver afectados considerablemente. Y tampoco se puede obviar que países como Francia, cuyo sistema eléctrico depende principalmente de la nuclear y cuenta con importantes intereses industriales en este sector, venían exigiendo que esta energía fuera considerada “verde”.

La Comisión estima que la inversión privada en actividades de gas y energía nuclear pueden desempeñar un papel considerable en la citada transición y concluye que las actividades de gas y energía nuclear contempladas son acordes “con los objetivos climáticos y medioambientales de la UE y nos permitirán abandonar más rápidamente actividades más contaminantes -como la generación de energía a partir del carbón- en favor de un futuro climáticamente neutro y basado de forma preponderante en fuentes renovables”.

Sin embargo, el recelo -cuando no el rechazo- no se ha hecho esperar ante una solución que, bajo la justificación de contribuir a alcanzar la neutralidad climática que permitirá conjurar los efectos más adversos del cambio climático, reverdece debates que parecían ya superados en relación a la vigencia de la energía nuclear y emite señales a los mercados, agentes energéticos y la sociedad en general, que generan confusión sobre el modelo energético deseable para el siglo XXI.

Las consideraciones son múltiples. Al margen del injusto legado en forma de hipoteca envenenada que la energía nuclear va a suponer a incontables generaciones venideras (almacenamiento de unos residuos radioactivos perennes) o el tema de la seguridad (riesgo de accidentes, el último de los cuales de grandes proporciones fue el de Fukushima hace tan solo una década), la obtención de la energía nuclear no es tan neutra como algunas voces nos quieren hace creer. Ni tan barata. Por un lado, aunque en menor medida que las emisiones producidas por los combustibles fósiles, es generadora de importantes cantidades de gases de efecto invernadero. Por otro lado, las nuevas centrales nucleares producen la electricidad cuatro veces más cara que la eólica y la solar fotovoltaica, amén de los costes insostenibles que supondría la puesta en marcha de nuevas instalaciones de este tipo. En España no parece que el calendario de cierre de las nucleares entre 2027 y 2035 acordado con las empresas vaya a sufrir sobresaltos atendiendo a la complicadísima viabilidad económica que supondría el alargamiento de su vida útil.

En este contexto, la apuesta decidida en el Estado español por las energías renovables es un acierto avalado por datos muy significativos. Según Red Eléctrica Española, en 2021 las renovables, entre las que destacan la eólica, hidroeléctrica y la solar fotovoltaica produjeron en España más electricidad que la nuclear y el gas juntos. Incluso, tal y como hemos leído recientemente, algunos operadores del mercado eléctrico como OMEL, prevén precios de la electricidad entre un 10% y un 20% más bajos por megavatio hora que en Francia, donde, como ya hemos dicho, la nuclear es predominante.

Es más, sería conveniente puntualizar que el inmoral precio de la luz actual no tiene que ver con la transición energética sino precisamente con un despliegue de las renovables más lento que lo deseable, asociado a otros problemas relacionados con la gestión y el mercado del gas y los combustibles fósiles en los que no es momento de entrar, pero que ponen en evidencia nuestra severa dependencia de las importaciones de estos recursos energéticos.

En Navarra también tenemos claro cuál es el camino por el que se deben encauzar las políticas de futuro. La Comunidad Foral está bien posicionada, en consonancia con el pacto verde europeo, y comprometida de una forma clara y rotunda con el desarrollo de las energías renovables, compromiso ya recogido en la estrategia Navarra Green, en el plan Reactivar Navarra y en el acuerdo programático que sustenta al actual Gobierno. Esperamos que, en breve, esa apuesta que, creo, hace suya la gran mayoría de la sociedad navarra, pueda concretarse en una norma, la Ley de Cambio Climático y Transición Energética, que nos obligue a todos y todas, también a las empresas, y nos empuje en la buena dirección al margen subterfugios que, de concretarse, seguirán hipotecando el futuro de las generaciones futuras.

También me gustaría destacar la importancia de explorar vías que supongan la generación de energía sostenible y sin impacto en el medio natural, como es el proyecto de placas solares en la infraestructura ya existente del Canal de Navarra, u otras vías como las centrales de bombeo para usar la energía hidráulica como respaldo de las renovables intermitentes, o alternativas como el hidrógeno verde, cuyas economías de escala le permitirán en un futuro no lejano alcanzar el necesario umbral de competitividad.

Por todo ello, sacar a relucir de nuevo tecnologías obsoletas es como abrir la caja de pandora, lo que no parece una solución muy rentable ni económica ni medioambientalmente, ni a corto ni a largo plazo. Apoyar tecnologías sin futuro que van en la dirección contraria al proceso de transición energética basado en energías renovables, que son las más limpias, seguras y competitivas, es utilizar los recursos públicos, en este caso los fondos europeos, en perjuicio de las personas. Lejos de financiar la energía nuclear u otras que no aportan una solución efectiva, los fondos verdes deben ir destinados a iniciativas que promuevan el ahorro y el autoconsumo, el almacenamiento y la gestión renovable. Esto se debe hacer, por supuesto, a través de programas de transición justa, que permitan compensar los desequilibrios sociales que el nuevo sistema puede crear en zonas cuya economía dependía de tecnologías obsoletas, pero no prolongando su vida, sino mitigando los impactos sociales negativos de la transición a un sistema energético sostenible y más justo para todos y todas. Es nuestro deber y compromiso empujar en esa dirección.

La autora es consejera de Desarrollo Rural y Medio Ambiente y miembro de la Ejecutiva de Geroa Socialverdes