l materialismo vital, afirmativo y hasta cierto punto optimista, basado en la crítica creativa posthumanista de Rosi Braidotti, ofrece la posibilidad de una vía para acabar con el monopolio hegemónico del orden de lo humano sobre el resto de seres y cosas. Entiendo el discurso de esta filósofa como una apelación al humanismo más que al ser humano, puesto que afirmar desde la intrínseca propiedad humana del discurso algo que lo supere estando más allá de la conciliación con su realidad, bien pudiera considerarse el ejercicio de la puesta en práctica de un “solecismo (gramatical y filosófico)”, al decir de Gilbert Ryle respecto de la posesión de los hechos mentales de la persona, conducente a su trascendentalización. Justamente todo lo contrario de lo que se afirma buscar. El ser humano que autotrasciende diluyéndose en objetos materiales e inteligencias artificiales aparenta acariciar, en todo caso, la tentación religiosa de un budista, en la opinión de Gabriel. Y es en parte debido a ello que, en línea con una lógica de la “saturación”, Braidotti nos habla de los tres tipos de cansancio de los que habrá de surgir algo así como un nuevo mundo marcado por el ars permanens del imperioso neo-conocimiento (una variedad nueva del desconocimiento): cansancio teórico (inutilidad de los conocimientos basados en la tradición fundamentalmente del ámbito de las humanidades); cansancio postrabajo (progresiva obsolescencia de los modos productivos conocidos, “de la imagen ideal de los ciudadanos como unidades productivas funcionales”); y cansancio democrático (como se está demostrando actualmente con el generalizado resurgir de todo tipo de populismo que abusa del propio sistema parlamentario para su deslegitimación de manera vergonzantemente consentida).

Esto último, por dar con un ejemplo, es percibido en el conflicto ucraniano con la invasión de su territorio por parte de una Rusia impregnada de neozarismo, la del pequeño Putin (como pequeños eran también todos los napoleones que en la historia se han dado; aunque, eso sí, grandes en la tal vez más peligrosa de sus ambiciones: aquella de querer formar parte de los anales de la Historia cambiando el mundo desde la propia personalidad). Por lo que no puede resultar sino paradójico el hecho de que a pesar de ser coetáneos, estos conflictos no representen el espíritu de las “nuevas guerras”, sino el de aquellas otras más tradicionales que parecieran haber desaparecido fruto de un obsolescente anacronismo. Guerra inspirada en todo lo que de grande pudiera haber tenido en su día la crítica realista en Tolstoi y Dostoievski, y que por encima del humano antepone los intereses geoestratégicos de las tierras (de sus recursos) gestionados por los usos corporativos de los de siempre: del poder político y económico.

A estas alturas, en el caso ruso, hay que ser muy tonto, ingenuo o interesado, para matar y dejarse matar por una entelequia patriótica que enfrenta a pueblos hermanos de la misma cultura. En todo caso, la cansada y envejecida Europa, al parecer, ya no está para exhibir belicosidad alguna, que por otra parte nadie desea, ni para el compromiso solidario, sino simplemente confía la resolución del conflicto en la paradójica amenaza, entre colegas, de dejar de hacer negocios juntos.

El argumentario con que se intenta justificar la invasión rusa de Ucrania recuerda en exceso aquella sistémica necesidad que en otro lugar denunciara Marion, por la que se deben saber las causas del conflicto, para una vez conocidas, olvidarnos de ellas y pasar a otra cosa. Es la lógica por la que se mantienen esas denominadas “guerras de baja intensidad”, como esta que desde el 2014 mantenían los estados ruso y ucraniano, y que Mary Kaldor analizara con anterioridad en otros escenarios europeos. Los informativos ya nos van mentalizando de que esta guerra tal vez no vaya a ser todo lo corta que se esperaba: “Hay datos que lo avalan”, nos dicen. Achacan los mercados, que es debido a ser una guerra cultural, cuando en realidad lo es de interés. Las culturas de muchos pueblos son plurilingües y multidimensionales por la intrínseca necesidad de un entendimiento que les ha dado identidad. Nada de esto parece decirles algo a los plutócratas del entramado publico-privado en manos de obedientes gestores de cierta gobernanza. Menciono a Braidotti porque esta filósofa me ha sorprendido cuando indagaba sobre el cansancio con un análisis que ofrece “una salida del estado de agotamiento, ansiedad y miedo que caracteriza la convergencia posthumana”. Lo que menos me convence es esa definición para hablar de lo humano del estar más allá de lo humano, como si lo humano hubiera dejado de darse. Todo lo que tenemos de-/constructivo, a la hora de encarar los problemas individuales y comunitarios, sociales, por mucho que nos empeñemos en determinarlos ajenos a la naturaleza de una visión antropocéntrica, no dejan de ser problemáticas encaradas desde la propia consciencia. La guerra, como de todos es conocido, constituye un fracaso de la política en positivo, si bien históricamente ha demostrado ser un instrumento más de la misma aun desde la negatividad ética de sus violentos procederes. Ahora bien, lo acontecido dentro de una política cansada como la actual parece querer abocarnos una vez más a este tipo de escenario donde de manera controlada se puedan medir las fuerzas de cada cual como ensayo.

En este sentido Braidotti menciona en su ensayo el trabajo de Ingrid Wuerth (2017), donde hablando sobre la relevancia última del derecho internacional viene alertándonos en su lado más negativo sobre “el deterioro en la aplicación de los derechos humanos internacionales y de los tratados multilaterales, [favorecido por] el poder creciente de China y Rusia sobre el contenido del derecho internacional” como una de sus causas. Todos, desde Trump, pasando por Macron y Le Pen, si bien por motivos y causas diferentes, aunque interrelacionadas, han querido hacerse la foto con Putin. Los mismos tienen en común ser defensores críticos del sistema por el que nos regimos e ideológicamente estar ubicados en el abanico abierto desde centro derecha hacia la derecha populista. Algún despistado quiere creer, no obstante, en el nostálgico resurgir de un comunismo del que este señor que en su día perteneciera al KGB, es heredero.

Sin embargo, opino, que detrás de sus acciones para nada cuenta el pueblo que dicen representar, sino aquellos intereses de un tecnocratismo hominicida en sus tres platónicos estadios operativos: el de los conocedores, expertos y políticos imbricado con la defensa guerrera y la producción del poder económico para sí, que cuenta con el monopolio sobre saberes de utilidad tanto privada como pública, consolidando el papel de una nueva ideología absolutista con la que gobernar el mundo al margen de la humanidad positiva y solidaria. Es decir, que muy a nuestro pesar el que conoce realmente no sabe; en modo alguno es aquel sabio con el que Platón contaba para la correcta gobernanza.

El autor es escritor