Jacques Lacan, un ingenioso mistificador, dio tanta importancia simbólica al falo que éste, sin pretenderlo, se convirtió en la llave secreta de la vida, el tótem sagrado al que todos debían rendir culto y el obelisco final de nuestra cultura patriarcal que, ante el fluir de los días y la urgencia de la carne, fue sintiendo la necesidad de inventarse opresivas pasiones machistas. Así, el falo idolatrado se erigió como algo lascivo que ponía fecha final a inocentes virginidades e incluso, en ocasiones, se exhibía como afanado y ridículo seductor o miserable violador, pero no como principio fecundante, que, según los mitos religiosos, así fue considerado durante algún tiempo. Pese a este imprevisto impulso psicoanalítico, es lógico que la falocracia va siendo ya una inclinación de postrimerías, que amanece y resiste con fuerza residual, justo cuando el feminismo y sus luchas lo están convirtiendo en chatarra de desguace. Otrora, llevado de la ilusión vaginofílica al macho le gustaba hacer la calle, oler su trasiego y piropear a voluptuosas transeúntes. Hoy apenas disfruta de esa erótica caminata, pues la generación falocrática está sufriendo un definitivo gatillazo histórico. Lo cierto es que aunque ocupaba poco lugar, el hombre se ha ido quedando sin el falo opresivo, sin ese último hálito de poder que todavía retenía. Y así empezó a vagar por un espacio sin espacio y por un tiempo sin tiempo. Y es que el machismo es una nada que pretende reinventarse a sí mismo sobre los escombros de su propia caducidad, hasta el punto de que la falocracia se ha convertido en un ideal en ruinas.

Sin embargo, los rancios relatos ideológicos de la ultraderecha pretenden dominar la sociedad actual. Con este objetivo emiten sus discursos negacionistas en contra del feminismo mientras refutan el fenómeno de la violencia de género. Violencia intrafamiliar es como ha decidido llamarla el gobierno del PP y Vox en Castilla y León, lo que no deja de ser una vergonzosa y reaccionaria ceremonia de la confusión. En fin, va siendo hora de que se afirme con rotundidad y sin ambages que se trata de violencia de género, esto es, de toda aquélla que se ejerce contra la mujer por el simple hecho de serlo. Incluye, por tanto, la violencia doméstica, el lenguaje sexista, la publicidad machista, la desigualdad laboral, los vientres de alquiler y la prostitución, pues la cosificación mercantil de una persona, lato sensu, es un signo inequívoco de violencia. Las mujeres no están hechas para deleitar las noches reprimidas de machos aviesos y fieles al sexo comercial, que no es otra cosa que una riera por donde se desbordan las mayores crecidas del más atroz y vergonzante machismo secular.

Dicho sea de paso, la banalización de la sumisión química, que atemoriza a las mujeres en los espacios de ocio, representa una parte trascendental de los discursos negacionistas. Parte de sus discursos, no obstante, ni siquiera son perversos, sino necios, más propios de los listillos de la noche y sus elucubraciones nocturnas. Esto es, carentes de luces. La ultraderecha no tiene tampoco por qué esmerarse en pervertir su discurso, pues es el mismo que tenía Franco y su Sección Femenina de la Falange Española. Como decía Óscar Wilde: varias razones convencen menos que una sola. Y la ultraderecha acostumbra a dar demasiadas razones. Lo cual no quiere decir que estén sobrados de razón. Al contrario, carecen de ella. Y es que toda una vida doblando angulosas esquinas, subiendo empinadas cuestas y cruzando angostos callejones, con objeto de superar la sociedad patriarcal y dar por finiquitada la falocracia, para que ahora la ultraderecha nos quiera imponer su necesidad de vivir en una sociedad ordenada, regulada, predecible, disponible, pero, sobre todo, controlada por el hombre.

El discurso del poder masculino sólo sirve para perpetuar la idea de que las mujeres deben permanecer en el hogar y asumir su estatus secundario y sometido. Y eso representa un flaco e inasumible favor para las mujeres. En fin, los beneficiados del santuario del machismo, ese neoclasicismo recargado de estupidez, ese santuario misógino tendrán que renunciar al derecho de pernada y a braga quitada, lus primae noctis, pues el principio de que el varón tiene sexo con quien le apetece o con quien paga es falso de lesa falsedad. La fuerza y el dinero extasían dinero, paren dinero, pero nunca ha habido ni habrá suficiente peculio para corromper a las mujeres que están hartas de tanto pastoreo, pues prefieren revelarse. Lo demás, la igualdad, ya se sabe, viene de su lucha.

El autor es médico-psiquiatra y psicoanalista.