Estos días de principios de año, leyendo las sucesivas noticias sobre la ruptura sentimental entre Mario Vargas Llosa e Isabel Preysler, he recordado la reflexión que hace Annie Ernaux en las últimas páginas de su obra autobiográfica Memoria de chica, cuando afirma: La ausencia de sentido de lo que se vive en el momento en que se vive multiplica las posibilidades de la escritura.

Estoy seguro de que dentro de poco, superado el revés, el pequeño trauma de la separación, el autor hispano-peruano empezará a contemplar todo este periodo de su vida en clave literaria. En cuanto el hombre, el ser humano que es, se recupere del mal trago, tomará el mando su segunda identidad, el humanoide creador que habita en él, entrará en acción el individuo que escribe. No en vano, algo muy parecido le sucedió en 1990 al perder las elecciones presidenciales de Perú frente a Alberto Fujimori. También entonces ocurrió que, encajada aquella derrota tras varios años de chapotear en el fango de la política, una vez alejado de la atención mediática y retomada la actividad profesional lejos de su país, Vargas Llosa volcó toda esa experiencia en un libro titulado El pez en el agua. También entonces el asunto cobró sentido, el caos de su existencia de candidato se convirtió en algo coherente al transformarse en producto literario.

He ahí la ventaja del escritor, la fortuna que supone para él, y más tarde para sus lectores, esa segunda vida. Y ese nuevo paso por las cosas, ese segundo trayecto, puede asumir distintos formatos. En el caso de Vargas Llosa, puede consistir en un ejercicio autobiográfico donde el autor reporte de manera fidedigna lo sucedido a lo largo de los últimos ocho años, con saltos oportunos a épocas más alejadas, y donde reflexione al mismo tiempo sobre los motivos y las consecuencias de su ruptura con Isabel Preysler. Pero las opciones no terminan aquí, no se agotan en lo testimonial. Y es que una relación como la mencionada puede tratarse también a través de un código de ficción, por medio de un artefacto simbólico en el que lo real adopte un equivalente imaginario, una estructura novelesca con personajes, conflictos y desenlaces, se distorsione a base de técnicas narrativas y de recursos estéticos hasta el punto de volverse irreconocible, con el objetivo de que el resultado final permita al lector, paradójicamente, comprender lo que pasó.

Claro, todo lo que vivimos se entiende a posteriori. Por eso, unas líneas más adelante del pasaje transcrito arriba, refiriéndose a lo que se propuso al empezar ese libro, Ernaux añade: Explorar el abismo entre la espantosa realidad de lo que ocurre, en el momento en que ocurre, y la extraña realidad que reviste años después. Lo que la autora francesa, Premio Nobel 2022, llama “extraña realidad” no es sólo un significado lógico, una mera interpretación de los hechos. Eso que, según ella, obtienen nuestras vivencias con el paso del tiempo es un sabor, una fuerza, la intensidad que no tuvieron al producirse. Y si en el caso de los escritores ese sentido llega con la literatura, a través de una obra a menudo autobiográfica que recoge todo ese material para provocar un efecto conmovedor, en el conjunto de las personas adopta la forma de recuerdo.

Sí, las vivencias sólo nos saben a algo cuando las recordamos. El proceso evocador puesto en marcha por nuestra memoria es un mecanismo narrativo que convierte lo vivido en algo emocionante, es un relato que construimos de manera espontánea, sin necesidad de palabras, a base de imágenes que nuestro cerebro desvirtúa con el fin de dotarlas de belleza. Es en ese estadio posterior, terminado el viaje, el evento, el encuentro o lo que sea, recordándolo, cuando aquél adquiere carta de naturaleza, cuando abandona la arena de lo anodino, de lo insustancial, para alcanzar la estatura de ese fenómeno que denominamos experiencia.

Quizá por eso, por lo inevitable que resulta disfrutar de la vida en diferido, no deberíamos sugerir ninguna connotación negativa cuando decimos: sólo apreciamos las cosas cuando las perdemos. No deberíamos expresarlo como un lamento, pues no es nada peyorativo. No, porque en esos casos la pérdida es en realidad un trámite obligatorio, el tránsito necesario hacia el momento de placer, de goce, de emoción. Al fin y al cabo, el único modo de saborear gran parte de lo que poseemos es perdiéndolo previamente.

Hace casi un siglo, Antonio Machado escribió el verso Se canta lo que se pierde. Hoy, seguramente, su colega Vargas Llosa ya habrá empezado a cantar la relación acabada, la relación perdida. Seguramente ahora, cantándola en prosa, estará viviéndola de nuevo. Y esa segunda vez será la versión definitiva de la historia.

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