En una entrevista publicada hace unos días en un periódico de ámbito nacional con motivo de la aparición de su libro El yo soberano, la historiadora francesa Élisabeth Roudinesco, especialista en psicoanálisis y autora de una biografía de Sigmund Freud y otra de Jacques Lacan, afirma que “vivimos en la locura identitaria”. Asegura que “la búsqueda de las identidades ha ocupado el lugar de las rebeliones de antaño, más sociales y emancipadoras”, y que “la locura identitaria es un repliegue en vez de una libertad”.

Con esas y otras expresiones, Roudinesco se refiere al debate actual sobre la identidad de género, a la prevalencia de ésta frente a la realidad anatómico-biológica. Considera que “el sexo biológico existe y que los seres humanos estamos hechos de varios componentes, que no se puede anular el género en beneficio del sexo ni el sexo en beneficio del género”. Nos recuerda que “durante siglos se quiso reducir al Hombre a su naturaleza biológica y que ahora se le quiere encerrar en su construcción social”. Unos párrafos más adelante, la investigadora señala que el derecho de una persona a definirse por sí misma a este respecto debe tener un fundamento jurídico, no puede existir una demanda ilimitada.

Aunque la conversación se centra sobre todo en esa forma de identidad, Roudinesco extiende el asunto a la raza y a la nacionalidad, sugiere entre líneas otros ejemplos del mismo fenómeno e intenta ilustrar con ellos la idea de hasta qué punto atravesamos un tiempo de reivindicación identitaria, en qué medida ésta empieza a adquirir las dimensiones de una neurosis.

Sí, es evidente que este asunto vive un momento álgido, pues atrae la atención simultánea de muchos pensadores. Quizá por eso, una semana antes de la entrevista a Roudinesco, el mismo periódico recogía otra al filósofo Slavoj Žižek donde éste habla del “dogmatismo benéfico” que conlleva el avance ético en ciertas cuestiones, y donde afirma: “La izquierda woke se ha vuelto cada vez más autoritaria e intolerante en su defensa de la aceptación de todas las formas de identidad sexual y étnica menos una (...). Ahora todas las orientaciones sexuales e identidades de género son aceptables a menos que usted sea un hombre blanco cuya identidad de género coincide con su sexo biológico al nacer”.

Teniendo en cuenta todo esto, cabría preguntarse cuánto hay de necesario y cuánto de desvirtuado en la cuestión de la identidad de género. Y es que, por un lado, como la propia Roudinesco admite, la llamada Ley Trans supone en España el reconocimiento de un derecho a un conjunto de personas que han estado mucho tiempo desamparadas legislativamente, mientras que, por otro, el inconveniente es que esa misma ley deja la puerta abierta a una especie de elección de identidad a la carta, puesto que permite a cada uno definir su género libremente y ser tratado en el ámbito legal de acuerdo con él.

Pero el asunto va más allá, ha alcanzado esa dimensión social sugerida por Žižek. Quizá como consecuencia del fervor identitario, está aflorando una forma de competición entre identidades, una clasificación renovada una y otra vez en función de las nuevas reclamaciones o de las distintas peculiaridades que van constatándose, una gradación que prima a unos tipos por encima de otros, que considera más auténticos o legítimos a unos que a otros. Y lo absurdo de todo ello es que, a medida que se escala en esa dirección, cuanto más se complica esa tabla, más lejos queda el punto de referencia, más se olvida que un primer indicio o dato insoslayable a partir del cual avanzar en el reconocimiento de todas las realidades genéricas sigue siendo el sexo biológico que le toca a cada uno al nacer.

Independientemente de que se esté o no de acuerdo con los autores mencionados, con lo afirmado por ellos, queda claro que algo está ocurriendo en el ámbito de la identidad individual. Parece que es ahí donde se libra la pelea del ser humano en esta época, que ese es su principal empeño en estos días. Es posible que, si después de la Segunda Guerra Mundial, conocido el exterminio de los campos de concentración nazis, hubo una necesidad de encontrar un nuevo significado a la vida y ello se reflejó en obras como la de Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido, si a lo largo del último tercio del siglo XX hubo, con distintas estrategias y distintos resultados, una lucha global por la libertad, por la justicia y por la igualdad, hoy la obsesión se haya centrado en la búsqueda de identidad. No en vano, detrás de los nacionalismos de cualquier signo, se da el afán, en este caso colectivo, de diferenciarse de otros, de subrayar los rasgos singulares de un grupo, de crear o recuperar características propias que permitan a una serie de individuos identificarse con él. Es posible que ahora ese objetivo de identidad grupal esté derivando o especificándose en una meta parecida a escala personal.

Y así como en la adscripción y en la defensa de valores colectivos hay a veces por parte del aspirante, del nuevo miembro del club, una necesidad de pertenencia con la que trata de salvarse de su propia vaciedad, con la que intenta ocultar su falta de cualidades individuales, como nos recuerda Schopenhauer, en la obsesión por la identidad personal se observa también una especie de comodidad, de autocomplacencia. De algún modo, el sujeto se siente especial con la identidad escogida, alguien diferente, se apalanca en ella con una sonrisa de satisfacción, y entonces se considera eximido de perseguir otra clase de singularidad, acaso la que se logra poco a poco gracias a la dedicación intensa a una labor, a una pasión, a una vocación, a cualquier tarea humana que requiera tiempo y esfuerzo y de la que resulte un mérito real.

Si lo pensamos bien, todo este debate podría resumirse en la vieja pregunta filosófica, ¿quiénes somos, qué somos? A lo mejor, a la hora de responder a ella, hemos ido demasiado lejos en la abstracción, nos hemos distanciado demasiado de nuestro cuerpo, hemos descuidado nuestra condición animal, material. Puede que, igual que hizo Paul Auster en su obra autobiográfica Diario de invierno al describirse a sí mismo como un volumen de carne y huesos moviéndose por el mundo, colisionando con los objetos, debamos volver a esa idea de nosotros, a la única certeza con la que contamos, recordar que la existencia precede a la identidad, la vida a su sentido, y el latido del corazón a cualquier significado simbólico que queramos darle en nuestro momento más poético.