Con una biosfera al borde del colapso y en medio de una cadena de crisis que gestionamos sin resolverlas de verdad, las expectativas sociales están cambiando profundamente. Ya ni siquiera la retórica de una “gran transformación” (Polanyi) oculta el hecho de que los ideales de cambio se han sustituido por los imperativos de la conservación. Hemos estado sobrevalorando nuestras capacidades no solo de modificar la realidad sino incluso de gobernar las situaciones, y ahora nos conformamos con que no se nos escapen completamente de las manos. La sociedad contemporánea se ha despedido del concepto de progreso y a lo máximo que aspira es a mejorar su reacción adaptativa ante lo que vaya surgiendo. Tenemos una actitud más bien defensiva frente al mundo, donde ya no se trata de progresar sino de mantener y conservar, concretamente de asegurar nuestra supervivencia.

No faltan ejemplos de ello en la gestión de las crisis: la reacción frente a la última crisis financiera consistió en estabilizar la economía, no en transformarla, salvo en una medida muy escasa, lo que denominamos “ajustes estructurales”; las recuperaciones económicas tienen lugar en el contexto de un capitalismo global caracterizado por sus crisis y que son solventadas momentáneamente por la intervención pública; la economía se basa en unas prácticas extractivas y una relación con la naturaleza que han convertido al sistema económico en una fuente de inestabilidad, mientras siguen sin aparecer políticas económicas alternativas; actuamos frente a la pandemia sin capacidad de anticipación, de manera reactiva, y es cuestionable que hayamos hecho los aprendizajes necesarios y que seamos capaces de llevar a cabo las reformas aconsejables; frente a la crisis climática, la receta de que disponemos es mitigación y resiliencia, o una respuesta individual como los boicots, el reciclaje o el cambio de hábitos de consumo individual que no son suficientes para reducir significativamente los riesgos generados. Percibimos los riesgos ecológicos como algo que está ya fuera del alcance del control humano. Es muy significativo a este respecto la discusión en torno a los tipping points, es decir, los momentos a partir de los cuales la estabilidad se derrumba porque las dinámicas negativas se aceleran imparablemente. De este modo se hace imposible calcular desarrollos lineales y planificar en consecuencia, o sea, plantear una respuesta propiamente política.

Una prueba de que estamos más en un contexto de conservación que de transformación es el éxito de los conceptos de resiliencia y mitigación (y de las prácticas asociadas). La resiliencia consiste en la capacidad de adaptación a unas circunstancias exteriores desfavorables; no es un modo de hacerse con el futuro sino de responder a las crisis del presente. La apelación a resistir conecta con esa idea del régimen neoliberal de que la seguridad es cada vez menos una tarea del Estado y más una exigencia individual. Y con el concepto de mitigación parecemos resignarnos a disminuir el impacto de las crisis, ya que no somos capaces de evitarlas: el futuro que abre la mitigación no está en la lógica del progreso sino en la de ganar el presente, estabilizarlo y prolongarlo, impidiendo lo peor. Esta conformidad se hace especialmente visible en la crisis climática: nos hemos despedido de la idea de predecir y controlar el desarrollo de los ecosistemas; en vez de ello, calculamos las reacciones y fluctuaciones de la sociedad para adaptarnos a lo que viene.

Estoy hablando de algo más amplio y complejo que la supervivencia biológica, que incluye también nuestras expectativas y nuestro modo de actuar en el mundo. Me refiero a una crisis del progreso entendido como una constante mejora de las condiciones vitales, del desarrollo ilimitado del sujeto y de la configuración heroica del futuro. No estamos ya en el horizonte de un crecimiento económico constante, de la aceleración tecnológica incuestionada, de las innovaciones culturales y la continua revisión de las decisiones vinculantes, que permitiría nuevos momentos constituyentes, transformaciones y reformas. En la adaptación hay cambios, pero no decisiones libres, sino decisiones forzadas y con un conjunto de opciones muy limitado.

En este contexto, es lógico que la esperanza haya perdido mucha de su fuerza sugestiva. Ya no se trata de conquistar el futuro sino de alargar el presente. Bastaría con que nos quedáramos como estamos, parece decirse. Esto tiene otra versión en términos de ruptura entre lo privado y lo público. La expectativa de una felicidad privada, de ascenso individual y relaciones personales satisfactorias resultan más relevantes para la propia vida que la transformación de la sociedad. La famosa tesis de Marx se ha reformulado: lo revolucionario es actualmente preservar el mundo, no tanto cambiarlo.

Una posible explicación de este nuevo paisaje la ofrece el sociólogo alemán Philipp Staab al sostener que se ha hecho patente la contradicción entre el principio moderno de expansión y el principio contemporáneo de conservación. Desde la Ilustración hasta mayo del 68 se fue afirmando una subjetividad que ya no resulta viable. La emancipación ha podido entenderse hasta ahora como una relación explotadora con el mundo, como un modo de vida expansivo, un despliegue individual sin consideraciones hacia el entorno. Confrontados con la fragilidad de los sujetos y del mundo, el imperativo ya no es el de transformar sino el de proteger. Nuestras necesidades fundamentales ya no pueden ser expresadas en términos de liberación sino como responsabilidad cuando nos enfrentamos a una posible destrucción del mundo. El objetivo de auto-realización ha quedado a un lado mientras nos ocupamos de las cuestiones relativas a nuestra supervivencia, especialmente desde el momento en que podemos suponer que fue precisamente aquel ideal de la modernidad irreflexiva el que provocó los problemas de supervivencia a los que se enfrenta nuestra sociedad.

¿Y si todo esto nos estuviera animando a buscar un ideal post-narcisista de la vida buena? Tal vez la primacía de la autoconservación, en lugar de obligarnos a olvidar el desarrollo personal, nos invita a pensarlo de otra manera: que el lujo no sea la explotación de la naturaleza, la disposición absoluta a la movilidad o el consumo desaforado, sino la soberanía sobre el tiempo propio, el desplazamiento a escala humana (a pie, en bicicleta, en transporte público, la conexión digital) o la alimentación sostenible. No estamos renunciando a ninguna dimensión seria de nuestra libertad actual cuando renunciamos a ejercerla de un modo que arruina nuestra libertad futura.

El autor es catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y titular de la cátedra Inteligencia Artificial y Democracia en el Instituto Europeo de Florencia. Acaba de publicar el libro “La libertad democrática” (Galaxia Gutenberg)