Trampa saducea es una expresión en castellano (parece que no se utiliza habitualmente en otras lenguas) para referirse a una pregunta que se plantea con ánimo de comprometer al interrogado, ya que cualquier respuesta que dé va a ser manipulada o malinterpretada en su perjuicio. Su uso es relativamente reciente, no aparece en los diccionarios; el DRAE recoge un concepto equivalente, la pregunta capciosa, es la que “se hace para arrancar al contrincante o interlocutor una respuesta que pueda comprometerlo, o que favorezca propósitos de quien las formula”.

Se atribuye, si no su creación, quizás alguien la empleara antes, al menos sí la popularización de la expresión trampa saducea a Torcuato Fernández-Miranda, en 1972 ministro-secretario general de Movimiento. Al ser preguntado en las Cortes por las asociaciones políticas, el sucedáneo de partidos políticos que se trató de institucionalizar en los últimos años del franquismo, respondió: “Decir sí o no a las asociaciones es, sencillamente, una trampa saducea”. No quería mojarse y que le acusaran de estar en contra de las anunciadas asociaciones o a favor de los satanizados partidos políticos.

Los saduceos, como los fariseos o los esenios, era una de las corrientes o sectas del judaísmo en tiempos bíblicos. Anás y Caifás, sumos sacerdotes en tiempos de Jesús, eran saduceos. En los Evangelios se cuenta que unos saduceos, que negaban la resurrección de los muertos, quisieron poner en un brete a Jesús con la historia de una mujer que se casó sucesivamente con siete hermanos que cumplieron el mandato mosaico de desposar a la viuda de un hermano fallecido sin hijos. Le plantearon de cuál de los siete sería esposa tras la resurrección; Jesús salió del paso afirmando que en la resurrección ni los hombres ni las mujeres se casarán y que el Dios de Abraham no es un Dios de muertos sino de vivos.

Los saduceos desaparecieron hace siglos, pero tienen muy dignos sucesores en la política española. Una política dedicada en buena parte a tender trampas saduceas al contrario, en dirigir preguntas, o exigencias, o propuestas envenenadas. Y en las que se aplica la regla de oro de nuestro sistema, el todo vale para pescar votos. Lo vemos estos días, lo vemos todos los días, pero ahora, en particular, y con acrecentada miseria moral, en relación con el rebrote del conflicto palestino-israelí. La trampa que tienden algunos parece ser la siguiente; si condenas el terrorismo que practica Hamás (o Hizbulá), estás justificando el terrorismo que practica el Gobierno israelí; si condenas el terrorismo que practica el Gobierno israelí, estás justificando el terrorismo que practica Hamás. Si te duelen las víctimas israelíes, eres cómplice de la masacre de las víctimas palestinas; si te duelen las víctimas palestinas, eres cómplice de la masacre de las víctimas israelíes. Si condenas ambos terrorismos, si te duelen las víctimas de uno y otro lado, eres equidistante que, al parecer, es lo peor que se puede ser en estos casos, no igualas víctimas entre sí sino que igualas a los verdugos con las víctimas.

Esto ya lo he vivido hace años en la política española. Si condenabas el terrorismo del GAL, eras cómplice de ETA. Si condenabas el terrorismo de ETA, eras cómplice de un Estado represor del pueblo vasco. Si condenabas ambos terrorismos, eras equidistante.

Yo, desde luego, soy equidistante. Estuve contra el GAL y contra ETA, y vivo a unos 3.400 kilómetros de quienes mueren víctimas de los misiles de Hamás o Hizbulá y a unos 3.400 kilómetros de quienes mueren víctimas de los misiles que lanza el Ejército de Israel. Y vivo a igual distancia de quienes asesinan a unos y a otros (me gustaría estar mucho más lejos, a 3.400 años luz, pero también estoy solo a 3.400 kilómetros). Y digo asesinan porque, por mucho que las muertes se produzcan dentro de una guerra en la que ambas partes reclamen su legitimidad para ejercer la violencia en defensa propia, como todas las muertes que se producen en una guerra son asesinatos (llamemos a las cosas por su nombre, que simplifica el asunto, escribió Oscar Wilde). Por mucho que sean asesinatos legales, justificados o incluso bendecidos por estados y organizaciones internacionales. La guerra siempre es un crimen; no hay guerra justa; una vez desatada la guerra, la autodefensa no se ejerce nunca proporcionadamente; hablar de crímenes de guerra es un pleonasmo.

Pero mi equidistancia no es neutralidad ni indiferencia, no me lleva a considerar que todos son iguales y que allá ellos. Tengo criterio político y tengo criterio moral sobre el conflicto palestino-israelí y sé distinguir dónde están las causas y dónde están las principales víctimas, y sé dónde están los principales responsables. Porque, responsables, hay muchos. Unos están en Tel Aviv, Jerusalén o Gaza, pero otros están en Washington, en Londres, en Bruselas, en Madrid, en Teherán, en El Cairo, en Riad. Suelen coincidir todos de vez en cuando en la calle 45 Este de Nueva York, en la sede de las Naciones Unidas. Se llenan la boca de grandes palabras; legalidad internacional, proceso de paz, solución de dos estados, convivencia, seguridad, derecho a la autodefensa, bla, bla, bla. Luego no hacen nada o, peor, toman medidas adecuadas para que la cuestión no se resuelva o que se resuelva al estilo de la Endlösung, muerto el perro se acabó la guerra. Un continuado cinismo que dura ya 75 años. Las víctimas las encontramos principalmente en Palestina, tanto en lo que hoy se llama Estado de Israel como en lo que se llaman territorios palestinos y que consisten, básicamente, en una serie de campos de concentración (que van camino de convertirse en campos de exterminio) administrados por una teórica Autoridad Nacional Palestina que ni es autoridad, ni es nacional y que dudosamente representa a todos los palestinos. Las víctimas tienen nacionalidad israelí y nacionalidad palestina, son población civil sometida a los desmanes de los colonos israelíes, del Ejército israelí, de Hamás, de Hizbulá y de cuantos tienen algo de poder y manejan armas por aquellas tierras. Gente a la que de vez en cuando le llueven bombas, o le echan de su casa, o le ametrallan, o le dejan sin electricidad y sin agua para que muera de inanición. Pero no simplifiquemos con lo de que todos son iguales; solo son parecidos; el Estado de Israel pone la mayor parte de las armas y de las bombas y los palestinos ponen la mayor parte de los muertos. En el resto del mundo presenciamos el espectáculo de lejos, a 3.400 kilómetros o más, nos indignamos un ratito y luego nos dirigimos preguntas saduceas unos a otros, pensando más en la política nacional que en la internacional, y esperamos pacientemente a que en las próximas semanas o meses, enterrados los muertos y agotada la munición, esta guerra abandone las primeras planas de los periódicos y el inicio de los telediarios y deje paso a algún otro desastre. Hasta la próxima vez.