Uno de los vicios de nuestro tiempo es aplicar nuestras ideas al pasado. Criticar a Napoleón por ser un “traidor a la República” o derribar las estatuas de los primeros presidentes americanos esclavistas no deja de tener su punto hasta grotesco. Los hechos de los seres humanos del pasado no deben ser principalmente llorados ni deplorados sino también comprendidos. Y creo que hay un cierto delirio suicida de la corrección política que está devastando la imagen de Occidente: se han derribado estatuas; la enseñanza de Homero, Dante, Shakespeare constituye una discriminación ofensiva contra aquellos cuyo color de piel es diferente del blanco. Por poner solamente algunos ejemplos.

El universo de los valores está sujeto a profundos cambios con el paso del tiempo. Así, si hoy son inconcebibles la inferioridad de la mujer o el trabajo infantil, hace dos o tres siglos eran cosas aceptadas como normales. En cambio, hay una ausencia de sentido histórico que proviene de la falta de conocimiento, de la crasa ignorancia de la historia que impregna actualmente nuestras sociedades. Mientras que hay que tener en cuenta que nuestros criterios morales actuales no pueden encontrar un lugar en la historia ni podemos proyectarlos en un pasado del que cada vez sabemos y comprendemos menos.

Quienes levantan el dedo índice acusador evitan constatar, por ejemplo, que el tráfico de negros hacia América habría sido imposible si previamente vastas redes de traficantes árabes y algunos reinos indígenas africanos –a los que, sin embargo, no se extiende la justa condena reservada a los blancos– no se hubieran dedicado a la captura de tales personas. Es necesario no ceder al descuento ético indiscriminado inducido por eso de lo políticamente correcto del punto de vista de las entidades político-culturales que pretenden dominar el discurso público en Occidente.

La expresión políticamente correcto deriva de la angloamericana politically correct y designa una orientación ideológica y cultural, surgida en Estados Unidos, de extremo respeto hacia todos, es decir, de evitar cualquier ofensa potencial hacia determinadas categorías de personas. Según esta orientación, las opiniones expresadas deben parecer libres, en el fondo y en la forma del lenguaje, de prejuicios raciales, étnicos, religiosos, de género, de edad, de orientación sexual o de discapacidad física o psíquica. Su degeneración, sin embargo, es la furia iconoclasta (demolición o retirada de estatuas y lápidas, ultraje de monumentos, etcétera) de minorías extremistas que pretenden imponer su propia visión ideológica al conjunto de la sociedad.

Una idea central en la construcción de lo políticamente correcto es que cualquier comportamiento, deseo, forma de vida debe tender necesariamente a adoptar la forma de un derecho que hay que proteger jurídicamente. En particular en lo que se refiere a las relaciones interpersonales y sexuales. Por lo tanto, si hay estudiosos beneméritos dedicados a la empresa de escribir la historia para que –como decía Heródoto– el recuerdo de las cosas que han sucedido por los hombres no se desvanezca con el tiempo, no se puede ignorar la enseñanza que ya impartió el gran Marc Bloch: “El pasado no debe evaluarse con las herramientas del presente: los personajes históricos deben situarse en el ambiente, la mentalidad y la atmósfera de su época”. Sabiduría de raíces antiguas si recordamos que ya, según Séneca, “a menudo al juzgar una cosa nos dejamos llevar más por la opinión que por la verdadera sustancia de la cosa misma”. Al reconstruir el pasado es imprescindible contextualizar, es decir, evaluar según los criterios imperantes en la época investigada.