No es es cierto que ojos que no ven, corazón que no siente, porque aquí, en Navarra, se tuvo conocimiento de la magnitud de lo sucedido desde el minuto uno y tuvieron que hacerse cargo emocionalmente de lo generado, y ya si hablamos de la Justicia, ésa sí que no apareció nunca. Recibieron la peor de las justicias, la simulada. Otra cuestión es que la comunidad vencedora quisiera autoengañarse, evitar los conflictos y enfrentarse a la cruda realidad del politicidio perpetrado por los suyos, focalizando y apoyando los supuestos logros y grandezas que aportaron sus muertos a la Navarra de entonces. Cerrar los ojos, los oídos y la boca les permitió crearse una coraza, tan pétrea como el monumento, para ignorar lo que estaba sucediendo en sus portales o en los cercanos y así protegerse del inconmensurable dolor y sufrimiento de sus convecinos, intentando esquivar el peso de la culpa que debieron sentir por acción u omisión. Por ello, en estos lares sería más correcto afirmar que corazón que no siente, ojos que no ven.

Triste es que, a día de hoy, aquel monumento, erigido para exaltar y perpetuar la memoria de quienes se posicionaron contra la legalidad establecida, es visible desde muchos puntos de la cuidad. Sigue aquí, frente a nuestros ojos, con unos leves retoques de maquillaje que no evitan la consecuencia de lo que se quiere eludir, que no es otra que la amnesia selectiva que padece esta comunidad durante décadas por no asumir que aquel verano de 1936 se destapó lo más violento y animal que tiene el ser humano y que por estas tierras corrió la maldad sin freno ninguno.

En diciembre de 1952, unas horas antes de que una multitud, eminentemente carlista, llegada de todos los rincones de la provincia abarrotara la explanada frente al monumento de Navarra a sus mártires, para vitorear y aplaudir a Franco en su visita, se realizó una sencilla pero valiente actuación reivindicativa que consistió en el pegado de un cartel en uno de los muros del edificio que decía Los hermanos Eguía. Acto que pasó desapercibido incluso entre los hijos e hijas de aquellas víctimas, pero que dejaba bien claro que quienes lo llevaron a cabo sabían perfectamente qué había sucedido y que la memoria que se pretendía cultivar y exaltar era excluyente y ocultaba la realidad del resto de personas que habían sido borradas de la Historia cuando fueron sacadas de sus casas, detenidas ilegalmente, asesinadas y hechas desaparecer en fosas junto a cunetas, vertederos y simas, haciendo que la tortura y el sufrimiento que infringieron a nuestras familias perdurara en el tiempo.

Cómo olvidar que por nuestras calles y plazas se paseó a los huérfanos de la mano de sus madres, viudas de los asesinados, al son de la música y bajo una catarata de insultos y mofas. Cómo olvidar los abusos a los que expusieron a aquellas mujeres. ¿Pueden existir un par de ojos que no vieran violencia y vejación cuando se sacaba por la fuerza de sus casas a una de aquellas viudas, hermanas o novias para raparles el pelo en plena calle? Claro que existieron, incluso en nuestros días.

Por ello, si algo hemos tenido claro todas las familias que padecimos en Navarra esos horrores, ante la mirada inmisericorde y cómplice de sus responsables y ante el silencio de los otros, es que este monumento y el espacio que ocupa no eran ni son un lugar digno de ser visitado, ni muchos menos ser el escenario donde sus descendientes posaran vestidos de domingo, con su mejor calzado, para inmortalizarse en una fotografía. ¿Se imaginan ustedes posando para un retrato familiar frente al monumento de los Caídos a los supervivientes y las siguientes generaciones de las víctimas de las matanzas de Valcardera, de Monreal, de Olabe, de Zizur, de Paternain, de las bordas de Iruzkun, de Etxauri, de Ibero, de Balsaforada, de Lekaun, de las simas de Urbasa y Legarrea, de la sierra del Perdón y del largo número de lugares de horror de nuestra geografía?

Esta otra parte, la de los excluidos de los registros civiles, los cementerios y los juzgados, siempre hemos sabido lo que significa el mamotreto que nos ocupa y preocupa. Sería fácil comprobar con un simple vistazo cómo no hay rastro alguno de esa edificación en los álbumes fotográficos familiares. Nadie nos tiene que contar que es un monumento fascista.

Del mismo modo que lo tenían claro los feligreses del entorno de la parroquia de Cristo Rey, que en palabras de su párroco, Nicolás Muruzabal, al Diario de Navarra allá por octubre de 1983, manifestaba que muchos fieles ya no acudían a actos religiosos al edificio por motivos ideológicos.

Pasan los años y este conflicto no resuelto deja al descubierto cómo una sociedad miró hacia adelante sin haber solventado lo que dejó atrás, arrastrando una mochila cuyas costuras ya reventaron hace tiempo y no se quiere admitir que se haya normalizado la ocupación del espacio público con este enorme dispositivo estético del fascismo. Es innegable que el edificio en cuestión perpetúa y aumenta la polaridad aún hoy en día. Basta bucear por los diferentes grupos de las redes sociales que muestran imágenes de antaño de esta ciudad para comprobar con qué rapidez se suscitan comentarios que tratan de acallar lo que no quieren escuchar con tan solo el visionado del monumento. Son siempre opiniones del estilo: “no pretendo crear polémica”, “no es el foro para hacer comentarios ideológicos”, “vete a hacer política a otra parte”, “disfrutemos de las fotos con ojos transparentes”, “no lo mires, nadie te obliga”. Da igual el foro que visites, las chispas siempre saltan.

Por todo ello, ya es hora de encarar el gran error que supuso levantar este monumento y de sostenerlo durante tantas décadas sin haber afrontado la magnitud de lo que ocurrió en esta geografía. Ya sabemos qué pasó, nadie puede ignorarlo, pero ahora hay que plantearse el cómo. Cómo se dio el colapso de la seguridad, cómo la polarización creo rivales y cómo se embruteció la población. Cómo pudo toda una comunidad, nada más finalizar la guerra, consentir y financiar este costosísimo edificio en plena hambruna de posguerra mientras se llenaban las cárceles de inocentes y se seguía investigando y clasificando a la población según el grado de afinidad para con el nuevo régimen. ¿Cómo se explica esa indiferencia, esa ceguera y sordera de tantos miles de convecinos? ¿Amnesia o anestesia?

Aquí el único que conserva el corazón y lo tiene claro es el Coreano, la escultura de Jorge Oteiza instalada frente al estanque, que le dio la espalda al monumento desde un principio.

Asociación Areka