Somos seres inteligentes. Eso es lo que parece. Hay evidencia de ello. También de su contrario. La afirmación lleva en sí la negación misma. La propia negación de eso que afirma. Es arriesgado afirmar cualquier cosa. También negarlo. El llamado pragmatismo en el que está instalada la sociedad actual afirma y niega en virtud de su conveniencia. Esto es lo que hace la clase dirigente con suma notoriedad. También, uno, cualquiera de nosotros que pasea al atardecer por los hermosos jardines de la Taconera o la selva ubérrima del Irati. Ocurre que ese pragmatismo advenedizo y acomodaticio que practica la clase dirigente tiene consecuencias. Concretas y muy dolorosas. Esas consecuencias las tiene para la mayoría de la población que, a duras penas, bien que mal, vive sus vidas con alguna ilusión.
Un signo de nuestra evidente inteligencia es la presencia en ella del libre albedrío. Es decir, podemos elegir entre una opción y otra u otras, entre una decisión u otra precedente, súbita o sucesiva. Acontece que, en ocasiones, no hay nada que elegir ni dónde hacerlo porque no hay ninguna opción plausible. Todos los dados son negros. Quizá no existan tampoco esos dados. El libre albedrío se reduce únicamente a un pírrico enunciado demasiado optimista.
La clase dirigente sí tiene libre albedrío, y lo tiene inyectado de grandes posibilidades de desarrollo: tiene ante sí muchas opciones y elige entre ellas la más conveniente –pragmatismo reptiliano– para sí.
Hemos de decir que ese hombre, esa mujer que pasea al atardecer por cualquier calle de la ciudad, que va al supermercado o a la cola del paro, que es pensionista o trabajador, o regenta una pequeña empresa, no percibe nada de esas opciones que se eligen. Tal vez un confuso titular y una persistente vaga promesa. Unas las conoce, las presiente o intuye. Otras, no. Esas opciones que se convierten en decisiones y actos que tienen consecuencias llegan del libre albedrío de esas muy perfumadas clases dirigentes, pero suponemos que es un libre albedrío ilimitado hasta lo abyecto, porque carece de ética. Y, esta es la cuestión.
El libre albedrío deviene de la inteligencia que nos es propia, pero no es un cheque en blanco. Tiene consecuencias. Una mala, capciosa, interesada, especulativa o dirigida al mal, recae sobre la población de manera implacable porque no tiene límite ni freno. Ese límite y ese freno es la ética. Y no tiene por qué estar escrita en ningún Código Civil, ni Penal, ni de clase alguna. Es inherente a la inteligencia natural y va con ella.
Este concepto y esta palabra, ética, está muy manoseada y manipulada por esa extensión pulposa del poder, en que se han convertido algunos medios de comunicación. Hablan de la falta de ética de la política –por ejemplo–, desde su propia falta de ética. Vaciada e inane. Esta ética. Lo hacen desde de un endiablado bucle que conviene a quien conviene. El libre albedrío –alguien lo confunde con la libertad de expresión–, es ético o deja de existir. Por tanto, vivimos carentes de libre albedrío y, esto es muy grave. También, los que paseamos al atardecer por muestras calles y plazas. Un componente esencial de la ética es la delicadeza, algo espiritual que tiene plena conciencia de sí. Hemos eliminado la delicadeza de nuestro comportamiento. Un saludo debe ser delicado o se convierte en otra cosa.
Las clases dirigentes carecen de ética y de delicadeza. Y, esto tiene consecuencias.
El autor es escritor