Creo que se habla de humanismo con alguna ligereza y de política con una suerte de descarada verborrea e ignorancia. El movimiento artístico, filosófico y cultural surgido en la Europa de los siglos XIV y XV se basó en valores y principios recuperados de la Antigüedad Clásica. Han pasado seis siglos y nuestro devenir personal, colectivo y social sigue anclado en aquel antropocentrismo racionalista que colocó al hombre como eje y centro de toda actividad humana. Persiste una ingenua y peligrosa deificación del hombre racional en detrimento de la idea de Dios y de cualquier viso de creacionismo. Fueron Dante, Petrarca y Giovanni Bocaccio, grandes defensores de este humanismo que llamaremos racionalista, que impulsaron el espíritu crítico y que se quedarían mudos si les dijéramos que hoy, en el siglo XXI, se ha agotado la palabra misma. El espíritu crítico no tiene cauce de expresión y el abismo entre humanismo y persona es ya insalvable. La razón humana como motor de la búsqueda de respuestas sigue dejando de lado cualquier clase de creencia, dogma o fe. Deja de lado la espiritualidad inherente a toda persona humanista o no, racionalista o no, religiosa o no. A lo sumo, una parte de este humanismo renacentista vigente hoy admite a la iglesia como elemento de paz entre los hombres y las naciones. Es evidente que el fracaso es deprimente. Es sonoro y es mudo también.

He dicho que esos grandes hombres como Petrarca o Dante enmudecerían hoy. No existe en el lenguaje, ni siquiera en la voluntariosa semántica de la poesía, modo de expresar los asesinatos de miles de niños en Gaza, asesinados en sus escuelas y hospitales, en sus casas derruidas, en las colas del hambre más temible y sangrante, en el horror silente dentro del horror mismo. El humanismo racionalista no ha servido de nada, ha creado monstruos como Trump o Milei o Elon Musk, Putin o Netanyahu. También ha creado un abyecto buenismo de progresía que es inútil porque no contiene ni acción ni espíritu verdadero.

El humanismo debe ser espiritual y creador y solo debe internarse en la política cuando esta se haya desprovisto precisamente del más abyecto antropocentrismo: la posición, el poder y el dinero. La política debe ser un instrumento de gestión de los genuinos anhelos humanos, nunca su bastión manipulador, y menos aun un legitimado medio de injusticia institucional. También Dante y Petrarca quedarían mudos ante la política de rodillo excluyente de este siglo XXI donde la desigualdad ya no tiene voz.

Nada tiene voz ya. El genocidio de Gaza ha eliminado de un plumazo cualquier viso de humanismo y ha aflorado la vergüenza de ese buenismo de barniz que es más peligroso si cabe que el genocidio mismo.

Debemos recuperar la palabra y en ella el espíritu. Toda nuestra energía emocional que no está ya ni en el humanismo ni en la política. Está en otro lugar.

El autor es escritor