Hace unos días, paseando por Pamplona, me encontré con uno de los carteles colocados por el Ayuntamiento para celebrar los 2.100 años transcurridos desde la fundación de Pompaelo. Me chocó el eslogan: “2.100 años de convivencia”. Bonito, desde luego; y expresión de un deseo plausible. Porque ojalá sean de convivencia los próximos 2.100 años; pero, desde el punto de vista histórico, el eslogan no se sostiene.

• Para empezar, Pompeyo puso su campamento junto a un poblado vascón previo, que imagino que no correría buena suerte –decía mi amigo Haritz.

• Eso es la romanización, vaya, ya se presupone. Pero sigamos para adelante.

Y es que, más allá de lo que hicieran los romanos, la Edad Media en Pamplona no fue ni de ciudad ni de convivencia. Los terrenos que son hoy casco histórico estaban divididos en tres pequeñas poblaciones, los burgos (San Cernin, San Nicolás y Navarrería); unas poblaciones que, separadas por murallas y fosos y distantes apenas un par de decenas de metros, se disparaban, asaltaban y agredían de formas diversas. Todo ello hasta 1423, cuando un rey les dijo que dejasen de hacer el idiota y les permitiría recaudar impuestos (eso del Privilegio de la Unión, que también se celebra).

• Pues de 2.100 años de convivencia, le hemos quitado de golpe unos 1.500… –bromeaba Haritz.

• Y espera, porque como si después de eso hubiésemos convivido con normalidad…

Tal vez, quién sabe, ese pasado de división y conflicto haya forjado nuestro carácter e identidad. Pero el caso es que somos una ciudad donde cada obra nos acaba dividiendo entre coordinadoras del no y coordinadoras del sí; donde hemos tenido broncas por elegir losetas o adoquines para la peatonalización del Casco Viejo, o por el mosaico de toda la vida que un parking se llevó por delante.

• Si me apuras, nos dividimos hasta para otras cosas: ¿helado de Nalia o de Larramendi? ¿Pastas de Layana o de Beatriz? –añadió Haritz.

• Curiosamente, estás mencionando establecimientos ubicados en terrenos de burgos distintos… –le respondí.

Y sigo. Somos una ciudad donde, hace más de un siglo, el gran monumento orgullo de toda la comunidad –el monumento a los Fueros del paseo de Sarasate– se quedó sin inaugurar porque alguien reconoció en una escultura a Rosa, la amante del escultor. Una ciudad de barrios, donde –aún hoy– unos miran por encima del hombro a otros por un código postal o los nombres del callejero.

No se me olvida, por supuesto, que somos una ciudad que ha presenciado la represión en la retaguardia de varias guerras civiles, y los asesinatos de una banda terrorista y de varias bandas paramilitares o de guerra sucia. Una ciudad en la que se alternan placas de memoria histórica de un signo u otro según quién haya gobernado en cada legislatura. En definitiva, somos una ciudad que, de algún modo, sigue siendo muchos burgos.

• Ahí está la magia de San Fermín –me apostilló Haritz, en que, durante una semana al año, todos nos vestimos de blanco y rojo, el abertzale baila con su vecino del Opus, y tú saludas a los padres del parque a los que no tragas.

• De 2.100 años… a 204 horas de convivencia. Pues vaya.

Así somos. A veces nos gusta más y otras veces menos. Pero tenemos que reconocerlo. Aunque eso no quepa en un eslogan bonito. Qué vamos a hacerle.

El autor es periodista