dicen que el tiempo no existe, sólo existen las cosas que te suceden y, por eso, corre más deprisa cuando parece que a uno ya no le pasa nada.

En la ciudad del Ega, al observar su ritmo, uno comprende enseguida su incesante pulso. Pasadas las celebraciones navideñas, llegará un instante casi imperceptible en el que la luz de la tarde empezará a ganar terreno sobre las plazas de la ciudad. Y, sin haberlo previsto, al caminar por el parque de Los Llanos descubrirás que una alfombra de margaritas ha ocupado el suelo y, ajenos a ti, en las laderas de Montejurra, florecerán los almendros. Poco después, los peregrinos volverán a desbordar la Rúa con esa cadencia lenta y eterna de quienes avanzan sin prisa. Y llegará el día en que, al atravesar el paseo de la Inmaculada, descubras que a las fruterías –que no conocen festivos– han llegado ya las cerezas, las fresas y los melocotones y, sin saber por qué, ya será verano. Y de pronto, entre la colada que ondea en los balcones, aparecerá la ropa blanca y los pañuelicos rojos, como heraldos humildes de la fiesta. Y cuando los últimos rayos del atardecer estival se rindan sobre los tilos de la plaza Santiago, comprenderemos que el verano empieza a guardar sus propios recuerdos. Es entonces cuando, a primera hora de la mañana, la calle Mayor recuperará su alboroto gracias a ese trasiego de mochilas y pasos inquietos; y para cuando te quieras dar cuenta, el cálido aroma de las castañas asadas te habrá invadido al cruzar la calle San Andrés; y así, casi sin darnos cuenta, la Navidad volverá a abrirse paso iluminando los días que inevitablemente menguan.

Para quienes ya hemos acumulado años, el cierre del calendario apenas supone un trámite; sin embargo, para los niños y niñas se convierte en un cielo recién encendido. Diciembre irrumpe ante ellos como un territorio por explorar, y basta un gesto, una mirada, un instante fugaz para que el mundo se transforme ante sus ojos. Y en ese contraste nos recuerdan que la vida, para ser grande, necesita volver a sorprendernos.

Y quizá por eso resulta tan necesario preservar esa capacidad de asombro: porque es ahí donde nace la curiosidad, el deseo de comprender y el impulso de cuestionarlo todo. Cuando ese brillo se apaga, cuando dejamos de mirar el mundo con ojos atentos, empezamos a perder algo esencial.

Los estudios recientes señalan que cada vez pensamos menos, y eso deja una huella constante en nuestra manera de vivir. Se debilita el espíritu crítico, nos ahoga la infoxicación, triunfa la cultura del titular veloz y la superficialidad se impone como norma. Crece el desdén hacia la ciencia y hacia cualquier esfuerzo intelectual que exija pausa y reflexión. Los griegos ya advirtieron este riesgo y lo nombraron con precisión: oclocracia, el gobierno de la masa desinformada.

Y lo inquietante es que no se trata de una ficción distópica, sino de un aviso. Un espejo. Si dejamos de preguntarnos por qué, si reducimos el mundo a un like, si renunciamos al criterio, ese futuro absurdo puede convertirse en nuestro presente. Por eso necesitamos comunidades que piensen, que aprendan, que cuestionen, que se cuiden. Necesitamos instituciones que recuerden que la educación no es un producto y que el conocimiento no puede convertirse en una mercancía sometida al vaivén del mercado. Necesitamos espacios donde cada criatura pueda crecer sin miedo a la complejidad y que cada adulto recuerde que el conocimiento colectivo siempre supera a la suma de individualismos.

Ahí es donde las ikastolas tienen algo esencial que aportar. Porque una ikastola es, ante todo, un tejido humano que late: una comunidad cooperativa donde la lengua, la cultura y la convivencia no se transmiten como contenidos, sino que se respiran en el día a día. Un lugar donde la libertad se aprende de la mano de la responsabilidad y donde cada gesto recuerda que el bien individual sólo cobra sentido dentro del bien común. En tiempos en que ciertos modelos reducen a las personas a datos y rendimientos, las ikastolas sostienen otra manera de entender la realidad: la que pone lo común en el centro y reconoce que el progreso verdadero es siempre compartido.

Si algo hemos aprendido en nuestra larga trayectoria es que la comunidad sigue siendo el mejor proyecto de futuro. Cuando una ciudad se compromete a educar de forma conjunta, cuando la escuela dialoga con su entorno y cuando familias, alumnado y profesorado avanzan con un propósito compartido, el tiempo deja de ser un simple tránsito. Se convierte entonces en la huella compartida de lo que construimos juntos, en el rastro silencioso y perdurable de una comunidad que apuesta por crecer unida.

El futuro no está escrito. Está en nuestras manos.

Zorionak eta urte berri on.

El autor es director de Lizarra Ikastola