Una vez al año el fútbol de brillos y lentejuelas vuelve a sus orígenes. Como si formaran parte de un equipo de excavaciones arqueológicas, los futbolistas de carrera van encontrando vestigios de un pasado del que algunos de ellos nunca han tenido conocimiento directo: un campo abierto a los cuatro puntos cardinales, un vestuario con perchero y banco corrido, un público que te habla al oído en un saque de banda, un altavoz ronco, un banquillo estrecho como un coche de tres puertas, una tapia de ladrillo para proteger el recinto de curiosos que no quieren comprar boletos para el sorteo del jamón, una barra de bar a pie de campo donde saltarse la ley seca...

Ahí se cuece el fútbol por amor al fútbol. Y hasta ahí llega, de momento, el relato histórico que autoriza la Federación Española, propietaria del balón y del evento, alterado en su naturaleza, sin embargo, por elementos anacrónicos como la luz artificial, el césped sintético y las unidades móviles de televisión. Tampoco es cuestión de dar más ventajas al equipo amateur en el que, sin embargo, se ha depositado el renovado interés de esta competición, que consiste en que un club de regional o de Tercera tumbe a otro de profesionales para alimentar el debate de las diferencias de clase entre los currantes y los señoritos; también para que la prensa y los aficionados tengan de qué hablar.

El fútbol a veces se canibaliza para seguir existiendo. A Florentino Pérez, que trata de excluir de su liga súper a quien no juegue de local en el Bernabéu o el Camp Nou, esto de prestarse a competir con una plantilla valorada en 120 millones de euros, precio de mercado, a un pueblo de 4.500 habitantes debe parecerle una locura (si no le abre la oportunidad de construir un puente sobre el Ebro o una ronda de circunvalación). En el fondo lo es, pero hay una deuda eterna con esos lugares recónditos donde comenzó todo. La Copa es una de las pocas ocasiones que el fútbol tiene de reconciliarse con el fútbol. Concluido el partido, es en el intercambio de camisetas cuando cada uno puede ponerse en la piel del otro, para volver a sentir esa emoción infantil de hacer realidad el sueño de marcarle un gol a un Primera división o para colgar en el salón la casaca de Budimir y recordar a las visitas “el día que marqué a un delantero que le costó a Osasuna ocho millones, que jugó el Mundial y se marchó del pueblo sin marcarnos un gol”.

Porque más allá del resultado, al equipo menor le quedan recuerdos para años: de un partido se puede escribir un grueso volumen de historia. A Osasuna, en su caso, le queda el haber cumplido con su deber de rey mago y no volver a Pamplona con un regalo envenenado. Volvió a pisar un campo de los de verdad y no de diseño, donde el bote del balón pone a prueba a quien tiene de verdad ‘buen pie’ y donde eludir un golpe es más complicado que rematar a gol. Eso lo saben futbolistas como Kike García, que pasó por Segunda B, Kike Barja o Pablo Ibáñez, que conocen los vericuetos de la Tercera navarra. No viene mal darse ese baño de realidad y, de paso, rendir tributo a ese fútbol del que Osasuna fue inquilino no hace tanto tiempo.

Confidencial

Sabalza desplegó la diplomacia en el Congreso. Los clubes de fútbol profesionales aportaron su grano de arena para que la Ley del Deporte recogiera sus demandas. En esa labor de pasillos, Luis Sabalza conversó con Santos Cerdán (PSOE) y García Adanero (G.Mixto) y con la senadora Ruth Goñi (G.Mixto) para hacerles ver la conveniencia de que se incluyeran las enmiendas que defendía LaLiga, como así sucedió.