Hola personas, aquí estoy dispuesto para continuar con el escrito de la semana pasada que dejé a medias. Acabaré mi espacio de hoy contando una excursión que llevé a cabo el domingo pasado y que tuvo miga.

Parafraseando a Fray Luis de León diré: como decíamos ayer... Seguí recorriendo la gran avenida que la ciudad dedica a uno de sus míticos reyes y enseguida dejé a mi derecha la entrada que conduce a la zona de Iñigo Arista y Serafín Olave, el primer rey navarro y un político y escritor tan convulso como sus ideas, fue presidente del Partido Republicano Democrático Federal, ahí es nada, y se declaraba foralista y federal a un tiempo, una cosa digna de estudio. Eran esos terrenos, no hace mucho, un sinfín de caminos entrecruzados y plagados de casas labriegas, modestas casas de vecinos, alguna pequeña industria, alguna explotación ganadera y algún suntuoso chalet de recreo como el de D. Toribio López del que aun quedan como testigos de otras épocas su frontón y su bunker. El uno en uso, el otro esperemos que inútil.

Seguí mi camino y me llamaron la atención los porches que quedaban a mi derecha y que albergan todo tipo de negocios, desde el gabinete de un fisioterapeuta hasta una lujosa carnicería en la que más se diría que venden joyas y bolsos de Vuitton que chuletillas de lechal.

La calle Esquiroz llegó en nada y con ella a mi izquierda las míticas torres que Huarte y cía levantara en 1963 según los planos de Fernando Redón y Javier Guibert, siendo estos los primeros edificios del nuevo barrio de Iturrama. La avenida abandona la línea recta para hacerse curva siguiendo fielmente la vía que marcaba el recorrido del Plazaola, aquel viejo tren que con su renqueante tos unía Pamplona con Donosti. Yo no seguí la curva, sino que continué andando en línea para entrar en la calle Erletokieta y por ella salir a Abejeras que una vez atravesada me puso en las escaleras que llevan a la avenida de Zaragoza en su tramo más moderno, el que se forma en torno a la plaza de Felisa Munarriz, soprano. Atravesé la Avenida y comencé a subir por el final de la calle Sangüesa, una de las más sinuosas calles de Pamplona, inexplicablemente viene desde la plaza de Príncipe de Viana. A poco de empezar a subir la abandoné para entrar en una plaza que siempre me ha gustado, la recoleta y tranquila plaza de San Rafael, una especie de fallo urbanístico, la Milagrosa tiene varios, que se les quedó a desnivel y que gracias a ello siempre ha pasado como desapercibida y de uso exclusivo de sus vecinos. Volví sobre mis pasos y en pocos metros empecé a bajar la calle Gayarre, dejé a mi derecha la de Isaac Albeniz, (hablando de fallos urbanísticos), y la larga acera que se presentaba ante mí me trajo a la memoria las tardes dominicales pasadas en el Cine Aitor, uno de los más frecuentados por la chavalería de la época. Al llegar al final de la calle dedicada al tenor roncalés, doblé a mi derecha para hacer un recorrido con la imaginación por lo que antes era el solar de Galle, aquel campo vecinal con sabor a pueblo donde había quién criaba gallinas y lechugas y en donde las noches de verano los vecinos bajaban armados con su silla para dar rienda suelta a sus tertulias. Hoy en día no lo reconoce ni la madre que lo parió, menos mal que en una esquina sigue la bodega Leyre que nos dice dónde estamos. Volví a subir Gayarre para tomar Guelbenzu y llegar a otra de esas recoletas plazas de la Milagrosa, la de Santa Cecilia. Antes de llegar a mi objetivo, en el último metro, hice algo muy mío: cambié de opinión y en vez de hacer izquierda me metí a la derecha y llegué a una calle que jamás había visto ni oído, la calle de Mariano García. Pregunté por él a quien de esto sabe y quien de esto sabe me dijo que fue un célebre músico del siglo XIX, organista de la catedral, fundador de una academia de música que acabó siendo municipal y primer germen del actual conservatorio y autor entre otras cosas de las Vísperas a San Fermín interpretadas en la tarde del 6 de julio. No lo olvidaré. Su nombre completo es Mariano García Zalba, a quién presento mis excusas.

Volví a Guelbenzu, poliki poliki llegué a Goroabe, a Bergamín y a mi casa. El reloj marcaba la una y la brisa de la noche seguía conmigo.

Y tal como he dicho al principio ahora voy a contar algo que vi el domingo y que me entristeció. A media mañana la Pastorcilla y yo tomamos coche, carretera y manta y nos plantamos en Murillo de Lónguida. Aparcamos junto a la iglesia y empezamos a andar por un camino que lleva al río. En unos minutos nos encontramos a la orilla del Irati y frente a nosotros, para vadear la corriente, se nos presentaba una curiosa infraestructura, uno de esos puentes como de aventura, de esos colgantes con suelo de lamas de madera que sujetan unas sirgas y unas mallas, de esos que te puedes columpiar a poco que te muevas con garbo, atravesamos el río y empezamos a subir un pequeño repecho por un camino que, según mis informaciones, nos iba a llevar a la iglesia de San Bartolomé. Anduvimos no más de 15 minutos cuando a la derecha del camino unas hiedras cubriendo un muro en las alturas y unas hileras de piedra en la parte baja nos indicaba que tras los matojos había algo, nos metimos por entre la maleza y a los pocos metros la cosa se aclaró para presentar ante nosotros la triste imagen de una maravillosa iglesia románica abandonada. Nos fuimos acercando y en seguida vimos, para nuestra alegría de curiosos amigos del románico, que estaba abierta. Solo una hoja cerraba el paso, la otra lo franqueaba, atravesamos la portada de arco ojival, indicativo de su época de transición, y entramos en un delicioso y pequeño templo que, si bien está deteriorado, aun tiene remedio. Por desgracia no todo él porque la sacristía muestra grandes deterioros y su cúpula de nervadura ha pasado a mejor vida. El suelo de la nave se encontraba en algún tramo levantado dejando al aire las fuesas que albergaron el eterno descanso de alguien en su día y que hoy han dejado escapar algún húmero y alguna cadera que por allí se veían. La pila bautismal, el coro, las dovelas del arco que lo sujeta con sus pinturas de grisalla, las escaleras de acceso al coro y al campanario, el altar, la puerta con sus bisagras de lanza y bigote, la portada con maravillosos y deteriorados capiteles donde descansan sus arquivoltas, todo, en fin, todo ello es un despropósito que lo tengamos en esas condiciones. No sé quién es el responsable, no sé qué dice la ley al respecto, no sé si se puede obligar al dueño a un mantenimiento digno y a una conservación que garantice su pervivencia, lo que sé es que no hay derecho que algo patrimonio de todos esté en el estado que está.

Bajamos de nuevo al río, me bañé en unas aguas gélidas que vienen de las tripas de Itoiz y nos volvimos para la urbe.

La semana que viene más

Besos pa tos.

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